Lo de morirse siempre está feo. Por los demás, por uno mismo. Hacerlo con solo 41 años debería estar, además, prohibido. Richard Swift era un cerebro en efervescencia que nos dejó prontísimo, dolorosamente, en el verano de este 2018. La ansiedad y la depresión, aderezadas con la sombra fatal del alcoholismo, contribuyeron a esa pérdida y alimentaban ya algunas de las canciones a las que Swift había estado dando forma hasta justo un mes antes de la despedida.
The hex debería haber sido una gran fiesta de reencuentro, puesto que se trataba propiamente del primer álbum de larga duración desde el extraordinario The Atlantic ocean (2009). Y, sin ser un disco extenso, deja la sensación de que el californiano era dueño de una cabecita musicalmente inabarcable. Lo avalaban sus ocupaciones colaterales de los últimos años, desde el trabajo con The Shins a la presencia en la alineación de The Black Keys y, sobre todo, su alianza permanente con Damien Jurado, junto al que dejó constancia de su melomanía militante en el álbum conjunto de versiones Other people’s songs, Vol. 1.
El eclecticismo de aquel divertimento aflora aquí en canciones llamadas a sobrevivir mucho tiempo al bueno de Ricardo. Sobre todo Dirty Jim, en el que afloran sus demonios pero también un aire de pianista noctámbulo que le coloca como hermano de sangre de Harry Nilsson. O Broken finger blues, sobre una lesión de dedo que le impidió tocar durante meses y que ahora se traduce en la mejor canción soñada por Smokey Robinson. O Wendy, un fabuloso acercamiento al doo-wop que parece producida por Prince.
Y así hasta llegar a HZLWD, maravilloso instrumental para alguna peli imaginaria de los 60, y Sept20, inusitado canto del cisne. “All the angels sing / Qué será, será”, le escuchamos murmurar. Un escalofrío.