La madurez, ese estigma para algunos, le está sentando rematadamente bien a Rubén Pozo Prats. Aún le queda un trecho para alcanzar la frontera de los cincuenta, pero le conocemos casi desde chavalín –con Buenas Noches Rose y, particularmente, Pereza– y hemos desarrollado un sentido tácito de familiaridad. Por eso le intuimos ahora más desprovisto que nunca de urgencias; más sereno, orgulloso y cómodo en su propio pellejo. Sin competiciones, rivalidades ni comparativas; solo siendo él, que en su caso es mucho.
Puede que aún no se haya realizado el relato definitivo sobre el traumático adiós de Pereza, un tándem que parecía bien engrasado y se resquebrajó en la cúspide de su popularidad. Pero en el subconsciente colectivo, y seguramente también en el propio, quedó la sensación de que Rubén, en origen el mentor y jefe de filas, era quien había salido malparado de las desavenencias y que, en una reacción muy humana, no encajó los reveses de la mejor manera posible.
Ahora, una década después de todo aquel jaleo, no solo Pozo y Leiva aprovechan para piropearse por las redes en cuanto surge la ocasión, sino que Rubén acaba de rubricar el que, de manera plausible, podríamos considerar el mejor trabajo de un pereza en solitario. Porque las 10 canciones de este Vampiro de insaciabilidad melódica implacable son un doble repóker sin fisuras. Cinco aciertos por la cara A, otros tantos en la B, y la certeza de que ha afinado aún más en esa artesanía de la canción en la que ya era un nombre avalado de sobras.
Vampiro es una crónica de aceptación, una reivindicación de la importancia de ser buena gente (Gente es el título, de hecho, del corte inaugural) sin caer en la docilidad. Es un disco noctámbulo, sin duda, como su propio nombre sugiere y el tema central refrenda; pero mucho más sereno, incluso melancólico, que crápula o golfo. Nunca había sonado Pozo ni tan pop ni tan honesto, y en la sencillez originariamente acústica de Me pareces increíble, Tras la tormenta o Mañana es lunes (ay, esas nostalgias criminales de los domingos por la tarde) radica el aplomo admirable de esta colección.
No pretende Rubén ser enrevesado, pero estas canciones huyen con descaro de cualquier concesión a lo obvio. Hay sorna y mala baba en ese Abel y Caín que Rubén comparte –por mediación del productor José Nortes– con un Miguel Ríos sembrado desde que decidió reactivarse a los setenta y tantos. Prevalece el espíritu autogestionario de quien sabe bien qué quiere decir y dispone por sí mismo de todas las herramientas, junto con el aderezo de una cándida segunda voz, la de Ana Diego (Haciendo lo mío, Me pareces increíble) que acentúa la ductilidad de un repertorio que nace en estado de gracia. Sin celeridades ni cuentas pendientes, con las cicatrices propias de la vida pero la mirada franca y directa de quien ha puesto el corazón encima de la mesa.