Sigur Rós siempre han sido muy cuidadosos con los valores del ritual y la trascendencia, pero esa sublimación de los valores de la ceremonia alcanza ahora en ÁTTA seguramente las cotas más elevadas en este cuarto de siglo que los islandeses cumplen ya empeñados en cortarnos el aliento. Nunca fueron una banda sencilla ni mucho menos convencional, y sus obras, salvo contadísimas excepciones y el disco aquel de los muchachos que cruzaban desnudos la carretera (Með suð í eyrum við spilum endalaust, 2008), impiden cualquier atisbo de tarareo. Pero en el acercamiento nada convencional a la canción, que ellos conciben como una arquitectura sonora en la que importa más la volumetría que el aspecto pormenorizado de cada estancia, esta nueva hora de música original llega todavía más lejos que de costumbre.

 

ÁTTA es, al contrario que casi todo lo que se estila en 2023, una obra conceptual que ha de entenderse como un todo más que como la suma de sus 10 cortes. Y que nos hace mejores y más felices a medida que la vamos desentrañando, una labor que, ya avisamos, no le resultará a nadie ni instantánea ni sencilla.

 

Después de 10 años sin pisar los estudios de grabación, después de aquel Kveikur (2013) que nadie eligió como su disco favorito de los de Reikiavik, ÁTTA solo se atiene a las convenciones en el bautismo, el término islandés para “Ocho”. A partir de ahí, Jónsi, el teclista Kjartan Sveinsson y el bajista Georg Hólm (el batería, Orri Páll Dyrason, ha desaparecido de la ecuación), se sumergen en un tratado inexpugnable de poesía murmurada y en cámara lenta. La voz del cantante, que en la inaugural Glóð resulta casi inaudible, alcanza esas cotas familiares y conmovedoras del gemido en pasajes como Skel, donde el trabajo de la London Contemporary Orchestra, de importancia capital durante toda la obra, se vuelve catedralicio. Hay mucha solemnidad en un álbum que parece concebido como un ejercicio de curación: en un mundo en el que pueden acabar en llamas hasta los arcoíris, expresión máxima de belleza y armonía, necesitamos un paréntesis durante el que el tiempo tienda a detenerse y una avalancha sonora nos envuelva y engulla.

 

Así ha de afrontarse, a buen seguro, esta obra desafiante como un abismo y hermosa, por impactante, como el infinito de la llanura. Las percusiones son testimoniales (Klettur), pero la acumulación de capas y más capas de reverberación y misterio acaban por lograr un efecto casi místico (Mór). Al final, como con las grandes religiones, Sigur Rós se han convertido en una cuestión de fe. Y las preguntas más trascendentales siempre representan una invitación al vértigo. Habrá quien se aferre al agnosticismo con ÁTTA, pero su objetivo último parece conducirnos a la liberación de la mente. La idea misma produce emoción y desasosiego, pero en nuestra película vital de incertidumbres no se nos ocurre una mejor banda sonora que 8, la muy cinematográfica exhibición final de diez minutos con la que Sigur Rós se aseguran de que ya nunca podamos olvidarnos de este octavo elepé.

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