No hay disco en la historia de la música popular lo bastante bueno como para justificar una demora de 20 años (tenlo presente, querido Peter Gabriel), y desde luego Happiness not included no es ni pretende ser una excepción. En realidad, el regreso de Soft Cell, transcurridas dos décadas desde Cruelty without beauty y cuatro del eterno Non-stop erotic cabaret, tiene más de festivo reencuentro inesperado que de ajuste de cuentas con la historia. Marc Almond y David Ball no pretenden demostrar nada más allá que su vigencia, y en ese sentido este sexto álbum de su aventura conjunta cumple una doble misión: supone una entrega dignísima, pero, de paso, refrenda el valor de aquel primer y seminal trabajo como un retrato casi premonitorio de un mundo que ha resultado ser tan poco halagüeño como solo unos escépticos como ellos pronosticaron.
No, la felicidad no viene incluida con estos sobrevenidos 55 minutos de nueva música, pero puede que anunciar las malas noticias desde la misma portada constituya un ejercicio de honestidad. A cambio, el retorno de Soft Cell proporciona la ocasión de regodearse con la afilada mirada vitriólica de Almond sobre esta sociedad autodestructiva y despiadada. Y la habilidad de Ball programando las maquinitas para ofrecernos una banda sonora hipnótica, hierática y, pese a ello, altamente adictiva.
Conviene muy seriamente repasar esta vez las letras para no perderse las citas a Lou Reed o las alusiones malévolas a Corea del Norte, ejemplo máximo de cómo la edad no le ha limado al bueno de Marc los colmillos. Pero todo ello acontece mientras asistimos a un festival de pop electrónico que revive los logros propios de ocho lustros atrás, pero también los ajenos. Es imposible escuchar la muy disfrutable Bruises on all my illusions sin acordarse de Depeche Mode, ahora que la pérdida tan reciente de Andy Fletcher nos tiene muy sensibles al respecto. Y los parentescos con Pet Shop Boys no hace falta intuirlos sino que se explicitan con la presencia de Neil Tennant y Chris Lowe en Purple zone, un duelo en la cumbre del que quizá podríamos esperar más, porque en lo musical parece un remedo pobre de la versión de Always on my mind.
Mejores resultados arrojan los sintetizadores robóticos en la envolvente Heart like Chernobyl (más sorna británica). Y la sorpresa se agudiza si reparamos en que la melódica y mucho más sentimental Light sleepers, ¡que hasta introduce pinceladas de saxo!, no queda nada lejos de aquellas melodías sentidas, de frialdad equívoca, con que Vangelis y el cantante de Yes, Jon Anderson, conquistaron el mundo durante una breve temporada. Puede que sea la gran joya de la corona en el nuevo menú de este lúcido protestón a las puertas de los emblemáticos 65 años. Pero no le guarden miedo ni rencor: basta escuchar la belleza del duodécimo corte, New Eden, para comprender que Marc y David en el fondo nos han cogido mucho cariño.