Lo nuevo de Steven Wilson no es exactamente un disco, ni siquiera un doble LP: es una apoteosis. El gran apóstol de la ingeniería de sonido en el siglo XXI fue un geniecillo precoz y lleva casi tres décadas ejerciendo como un estajanovista inagotable de los sonidos grandilocuentes, pero para su regreso a la actividad en nombre propio ha querido tomar aire e impulso, y no conformarse solo con un nuevo y ampuloso gran álbum. The harmony codex es, más bien, una aventura. Y, sin duda, un viaje arriesgado y abrumador. Porque nada puede producir indiferencia en estos 64 minutos de experimento envolvente, de singladura sonora en la que el impacto sobre el oyente es de progresiva (nunca mejor dicho) fascinación.
Wilson llegaba de su disco en solitario más convencional para sus parámetros, un The future bites (2021) que más o menos se ajustaba a los moldes de la canción rock. Por si fuera poco, se había concedido un paréntesis para recuperar y honrar el legado de sus Porcupine Tree (Closure / Continuation, 2022), una de esas superbandas tan mitificadas e hiperbólicas que hoy ya parecen inviables, y que de hecho llevaba 13 temporadas sin entrar en acción. Pero este códice que ahora nos ocupa adelanta con creces, y por la derecha, a ambos antecedentes inmediatos. The harmony codex representa al rock progresivo de máxima enjundia y primerísima calidad, aunque su firmante reniegue de la etiqueta y, en general, del rock como una expresión artística todavía apreciable y emocionante a estas alturas del partido.
Wilson lleva a Pink Floyd no tanto en el pensamiento como en la sangre, de manera que evoca a los de Gilmour y Waters per se, casi sin proponérselo ni percatarse de ello, e incluso Rock bottom tiene algo de Comfortably numb para la era de Instagram. Pero son las piezas extensas, las que rozan o superan los 10 minutos, las que incrementan de manera indisimulada las alusiones a los mitos del sector. Impossible tightrope agranda el surco de experimentación abierto por King Crimson y Gentle Giant, mientras que el soberbio tema central –electrónico, circular, obsesivo– llega más lejos que cualquier territorio explorado por Jean Michel Jarre y se asoma a los abismos de Tangerine Dream.
Son referencias inconscientes, sin duda, como insiste el firmante y corrobora el análisis. Pero en el cerebro preclaro de Wilson también se advierten trazas de cuantos mimbres contribuyeron a formar su lenguaje propio: Depeche Mode, Talk Talk, incluso el lirismo desarbolado de Nick Drake y la experimentación de Radiohead (Time is running out). Sin desdeñar los amagos de trip hop desbocado (Actual brutal facts) o el filo gélido alemán con la sobresaltada y excitante apertura de Inclination. Por cierto, no encontrarán un disco, hoy en día, que suene mejor que este. En tiempos de mp3 de medio pelo y plataformas ultracomprimidas, apagar las luces, alejarse del móvil y disfrutar de este doble vinilo supone, sencillamente, uno de las más placenteras experiencias físicas que se nos viene a la cabeza.
Es un álbum redondo de este genio, que ya nos tiene acostumbrados a su inagotable genialidad.
Gracias por escribir, Gastón 😉
Hola Fernando, visito regularmente UDAD para encontrarme este tipo de joyas. Excelentes reseñas y recomendaciones, mi apetito melómano te lo agradece profundamente.
Saludos desde Argentina!
Qué lindos, los saludos trasatlánticos. Mucha suerte por allá.