Resulta demasiado tentador establecer como punto de partida una comparativa que, por lo demás, no tendría ni un ápice de disparatada: si hablamos de un muchacho británico joven, ensimismado, de aire torturado y absorto, amor por las porosidades acústicas, tendencia a las afinaciones no convencionales y habilidad para encontrarle desarrollos armónicos poco explorados a sus canciones, puede que hablemos de un seguidor y admirador concienzudo de Nick Drake. Parece probable que acertemos con el diagnóstico en el caso de Minsky Sargeant, esta criatura de apenas 23 años que ya había tenido tiempo de ofrecernos un par de álbumes al frente de Working Men’s Club antes de este estreno en solitario, tan rutilante como extraordinariamente maduro. Pero al ascendente del autor de Five leaves left no debemos dejar que añadir otras afinidades confesas, como las de Bon Iver y Bert Jansch, y otras más transversales, si reparamos en los razonables parecidos con Ben Howard. Y quienes piensen en la generación Z como unos enajenados a los que solo les interesan los vídeos pánfilos para TikTok, que se miren en el espejo de este Lunga y asuman su torpe naturaleza prejuiciosa.

El chico proviene de Yorkshire, un condado del noroeste inglés con notable pedigrí melómano, pero no es desde luego el caso de Todmorden, la pequeña localidad de apenas 12.000 habitantes que le acoge desde siempre. Algo habrá influido esta circunstancia geográfica en el ensimismamiento de Minsky, que con su banda se orillaba más hacia los cauces del post-punk pero ahora se muestra tan frágil, desamparado y genuino como los mejores referentes de la vulnerabilidad masculina. Y que ha querido añadir a su nombre artístico ese alias, Sydney, que juega con un apelativo al parecer recurrente entre su círculo de allegados: «Syd». No, tampoco cometeremos ninguna temeridad si nos paramos a pensar en Syd Barrett, el genio fugaz y enfermizo al frente de los primerísimos Pink Floyd. Sargeant encarna un perfil mucho más sereno, pero la tentación de la psicodelia (Lisboa, Long roads) y las melodías oblicuas está siempre ahí, latente.

Es casi imposible, en definitiva, no empatizar con un artista precoz, diferente y brillante, un veinteañero que combate su propia fragilidad a golpe de coraje. I don’t wanna, el primer sencillo y casi un manifiesto fundacional, encierra unos versos que saltan al oído desde la primera escucha. «Confía en mí / Dejaré de lado a todo el mundo / Dejaré a un lado todo / Si amar esto está mal, entonces no quiero estar bien», murmura, o casi musita nuestro protagonista, dispuesto a seguir un camino propio en la vida y, a lo que se ve, en el arte. A veces asume incluso atrevimientos temerarios, como los siete minutos distópicos y vaporosos de ese Lunga (Interlude) que se erige en extraño punto de inflexión cuando abordamos el último tercio del álbum. Pero justo a renglón seguido aprovecha para deslizar A million flowers, una canción con la que SMS deja claro que también puede escribir piezas de belleza instantánea y adorable. Sin duda, uno de los debuts solistas del año.

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