Habrá que decirlo alto, claro y desde el primer momento, para que no se nos dispersen las ideas ni las prioridades: este disco es sencillamente maravilloso. Y una sorpresa colosal, porque figura alejado de los radares convencionales y tampoco encaja con nada de lo que nos pueda susurrar la intuición. Pero a veces, tantas veces, las cosas no son ni por lo más remoto como podrían parecer. Estos dos jovencitos de mirada torva, afición común por el patín y residencia en Nueva Jersey parecerían llamados a ser unos chicos malos, unos admiradores de Ice Cube (parece que el nombre proviene de una línea de “Jackin’ for Beats”) que probablemente busquen su hueco en tu lista de raperos favoritos. Y qué va. Zee Desmondes (el del falsete) y Teddy Powell (su aliado y productor, con el que comparte micrófono) resultan ser unos melodistas fantásticos, dos tipos que han escuchado la música negra más contagiosa de las seis últimas décadas y la han ido procesando y moldeando para ir luego extrayéndola cual inacabable hilera de conejos en chistera. Y todo ello a lo largo de una generosa tanda de 13 piezas que, lejos de fatigar, dejan las puertas abiertas a la reincidencia, incluso machacona. “Three the hard way” parece la mejor canción de Simply Red del último cuarto de siglo y “Nasty”, un regalo póstumo de Prince, en su mejor tradición sicalíptica. “Sunshine” equivale a un estallido de retro-soul, tal que si nos hubiéramos mudado al chalet de Hitsville (Motown), en Detroit, para esbozar una sonrisa con 24 horas de vigecia. Y tan pronto nos imaginamos un cameo de Lenny Kravitz como damos por sentado que la parejita fuera un descubrimiento de Michael Jackson. En una sola palabra: fascinantes. Y adictivos.