Por fin adquiere corporeidad, una existencia física y tangible, este segundo disco en solitario de Thom Yorke. Y mejor, mucho mejor así. Llamadme clásico, analógico, viejuno, nostálgico o cosas peores, pero los discos que merecen la pena han de existir no solo en alma, sino también en cuerpo. Y este era hasta hace nada una mera colección de archivos distribuidos a través de BitTorrent, como el que empaqueta el balance contable de una corporación. Vivan Spotify, los iPods y demás fantásticos soportes y difusores de las ondas sonoras. Sí a todo. Pero una cabriola como esta del cantante de Radiohead merece ser escuchada en el salón, sin mucha más ocupación que la propia escucha, a tanto volumen como toleren los tabiques o el vecindario. Y olvidemos el ingenio, la audacia o el ramalazo estrafalario del modelo de difusión original: estamos ante un discazo de Yorke producido por el mismísimo Nigel Godrich, pero hace tres años y pico todo el discurso versaba sobre el paralelismo con “In rainbows”, el disco aquel que Radiohead había colgado en la red a cambio de “la voluntad”. Sucede aquí que escuchamos “A brain in a bottle”, y a Thom, al que creíamos conocer como si fuera de la familia, apenas le identificamos: parece una mujer, tal vez una mujer negra de neo-soul. Es solo la primera sorpresa de un álbum narcótico, nada evidente pero repletísimo de gestos, destellos, detalles, chiribitas: los seis minutos de hipnosis recurrente en la fabulosa “The mother lode”, el tono mortecino para “Interference”, el trance experimental y definitivo con esa locura titulada “There is no ice (for my drink)”. Ni Yorke ni sus correligionarios llegaron tan lejos un par de años más tarde con “A moon shaped pool”. Y la complementariedad de ambas facetas, la del grupo mítico y las disgresiones solistas, resulta muy estimulante.