A la altura de su quinto álbum, es de justicia reconocerles a Ezra Koenig y sus chicos de Vampire Weekend un mérito colosal: ninguno de sus trabajos discográficos ha seguido la estela de su antecesor. Este Only God was above us cumple esa regla a rajatabla, incluso con mayor de la severidad de la que venía siendo habitual en esta prodigiosa factoría neoyorquina, uno de los mejores inventos sonoros del nuevo siglo. Todo lo que hace cinco años, con Father of the bride (2019), era liviandad, espíritu lúdico, ánimo juguetón y estallido melódico –casi como si nos encontráramos ante un elepé que anticipaba el escapismo postpandémico un año antes de que supiésemos qué demonios era un coronavirus–, ahora se vuelve profundo, sesudo, reposado y trascendental. Pasamos de la eclosión, incluso en cuanto a la hora de explayarse con el cronómetro, al comedimiento reconcentrado: 10 canciones, tres cuartos de hora y demanda de atención plena (en la versión en vinilo, el disco es doble). Y todo ello para advertir de que Only God… es soberbio y tiene más enjundia y recorrido que su predecesor inmediato, aunque también puede que resulte más árido en una primera aproximación.

 

La misma inspiración que sobrevuela toda la obra, aquella Gran Manzana de los años noventa en la que las Torres Gemelas se yerguían un símbolo icónico e inexpugnable, apela al tempus fugit, la melancolía y la evanescencia de nuestras vidas breves (y, por norma general, irrelevantes). Lo acabaremos comprendiendo todo mucho mejor cuando lleguemos al último corte de la obra, ese Hope solemne cual letanía en el que Ezra acaba resumiéndolo todo con una frase incómoda e inapelable: “Nuestro enemigo es invencible”. Y más nos vale irlo asumiendo no hay redención posible.

 

Hasta entonces, estos Weekend de los que por vez primera desaparece cualquier rastro de su cofundador Rostam Batmanglij, juegan al pop experimental y sagaz, a adentrarse en los territorios de lo que el ahora trío define como “un Gershwin psicodélico”. No hay rastro de aquel espíritu africanista de los comienzos, ese que les convertía en unos herederos empollones del universo de Graceland, aunque la voz de Koenig sí que recuerda por ternura, ductilidad y trazo fino a la del maestro Paul Simon. 

 

Hay aquí al menos dos cortes, Prep-school gangsters y Gen-X Cops, candidatos a integrar de manera inmutable los repertorios de los Weekend hasta el final mismo de sus y nuestros días, porque esas guitarras pellizcadas producen a un tiempo vértigo, alboroto y adicción. Pero no hay disparo menor en esta ráfaga de talento cultureta, desde el aire cabaretero de Ice cream piano a las turbulencias jazzísticas de Classical o la balada coral y salpicada de electrónica para Mary Boone. ¿Y qué decir de The surfer, donde la sofisticación de las trompetas y el cuarteto de cuerda colisionan con amagos de recalar en los territorios del urban?

 

Que nadie se asuste. Koenig, Chris Tomson y Chris Baio son refractarios al postureo y no hacen nada solo porque sí. Pero la edad los está volviendo más poliédricos y sentimentales. Por eso hay que escucharlos poniéndole el alma, como ellos hicieron con nosotros.

 

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