Los discos antológicos de Putumayo tienen algo de regreso a casa, de entorno cálido y familiar. Suponen siempre, o a menudo, un abrazo cómplice, un fabuloso refugio en el que cobijarse. Y bien necesitados andamos de estos mantos protectores en este mundo frenético y desbocado, en ese territorio de todos los odios, fobias y egoísmos en el que nos vemos inmersos casi a diario. Frente a la estulticia social y la medianía sonora, en abierto contraste con tanto reino de mediocres, las recopilaciones del sello neoyorquino constituyen, como su inconfundible arte gráfico, un estallido de mil colores. El presente canto a la paz mundial representa, además de una muy improbable utopía, un bálsamo de tres cuartos de hora que nuestro reproductor de discos compactos nos venía pidiendo a gritos. Sí, hacía mucho que no nos reencontrábamos con la factoría Putumayo, un proyecto tan hermoso que nunca le han faltado cenizos ni detractores, esos a los que el castellano moderno ha rebautizado como haters. Y es una delicia comprobar, como en tantas docenas de ocasiones durante estos últimos 26 años, que al gran recopilador de la casa no le abandona ni la curiosidad ni el instinto. Porque la selección sigue siendo cosa de Dan Storper, el fundador de la marca y, desde la humildad personal y la sagacidad empresarial, uno de los grandes divulgadores planetarios de la llamada world music. Redemption song (Bob Marley), himno pacifista casi ineludible, se nos ofrece aquí en la preciosa lectura del camerunés Richard Bona junto al añorado saxofonista Michael Brecker. El Imagine de John Lennon, otro emblema que no parece desgastarse nunca, aflora con la tierna y algo almibarada interpretación colectiva de Playing for Change. Y es una bendición reencontrarnos con Love train, el clásico soul de O’Jays, por la intermediación del imprescindible Keb’ Mo’. Algunas decisiones de Storper pueden ser más discutibles, como su gusto por las antologías algo breves (en esta ocasión, 11 temas) o el hecho de que, en tan restringida selección, el propio Mo’ aparezca una segunda vez, aunque sea con otro registro espléndido (Wake up everybody). Pero la entrega es un paréntesis de felicidad. Ofrece alguna pieza extremadamente conocida (I wish I knew whow it would feel to be free, en versión de Nina Simone) y autores más que célebres (Jackson Browne, con It is one), pero también hallazgos mucho menos familiares, como el del sudafricano Bongeziwe Mabandla o la curiosa colaboración entre David Broza y Wyclef Jean. World peace es, insistimos, una concesión afable. Tanto como los celebérrimos dibujos de Nicola Heindl, toda una imagen de marca. El mundo seguirá como está, más pachucho que otra cosa. De ahí que siente tan bien una bocanada de oxígeno como esta.
Muchas gracias. En días como estos, saber que un disco así me va a acompañar, me reconforta.
Y aprovecho para agradecerte tu falta de prejuicios. No siempre me gustan los discos que recomiendas, aunque sí casi siempre.
Pero te leo siempre, ya que sé que siempre me encuentro con reencuentros felices y sorpresas.