Xavier Ribalta no es solo un veterano o un referente de la canción de autor, sino más bien una institución venerable. Y desde esa perspectiva del reconocimiento y el homenaje a los hombres y mujeres verdaderamente trascendentales ha de enmarcarse y entenderse este elepé, un regalo del trovador no sabemos si tanto al aficionado como a sí mismo, puesto que este mismo mes de junio ha soplado las emblemáticas 80 velas de cumpleaños.

 

Alcanza Ribalta esa edad vertiginosa con el porte sereno de la sabiduría y una garganta aún del todo templada. Solo queda, por nuestra parte, congratularnos como testigos y ayudarle a sofocar esas 80 pequeñas llamas de la onomástica, un ritual que deberíamos elevar a la condición de ineludible y sagrado a esas alturas de la película de la vida.

 

Artífice de la nova cançó, compañero de andanzas y anhelos de Raimon, Serrat o Pi de la Serna, pionero de nuestra más sólida generación trovadoresca y luchador en primera persona por las libertades auténticas y no las ahora malbaratadas como eslogan burlesco, Xavier se encuentra en condiciones de impartir alguna que otra lección magistral y, sobre todo, de encarar solo aquellos objetivos que le dicte su realísima gana. Y eso es exactamente lo que ha abordado en este brindis a canciones de hondo calado y resonancias históricas, un recorrido por los himnos que los pueblos han hecho suyos a lo largo del medio siglo y han entonado con motivo de las grandes luchas y conquistas. Desde Al vent a Al alba, Desde Paraules per a Júlia al Grândola, vila morena, con escalas no menos reseñables en Galicia (O meu país), Aragón (ese Canto a la libertad de Labordeta, el eterno abuelo), Canarias (Sombra del nublo) o el imaginario lorquiano –casi un país en sí mismo–, simbolizado aquí a través de Anda jaleo.

 

La selección tiene, en efecto, algo de predecible y arquetípica, y ahí recae acaso el mayor de los inconvenientes a la hora de que este 80 cumpleaños y 60 aniversario como bardo le sirva al ilerdense para granjearse nuevos seguidores –o al menos nuevos curiosos– entre su parroquia. Hemos escuchado casi todos estos 16 clásicos en demasiadas ocasiones y circunstancias, además de en voces múltiples, por lo que la posibilidad de sorpresa se restringe  notablemente. Pero al grandullón de Tàrrega le deben importar bastante poco a estas alturas las mundanas cuestiones de la repercusión popular. Más le interesa la coherencia y el concepto, el hecho de que un disco le sirva no ya solo como periplo sonoro sino para, en sus propias palabras, emprender “un viaje por la España eterna”. O por una Iberia inmortal, matizaríamos, si nos atenemos a la inclusión del inmortal himno de José Zeca Afonso que en 1974 se hermanó para la eternidad con la llamada Revolución de los claveles.

 

Precisamente la recreación de Grândola constituye uno de los momentos más bellos y emotivos de Cantos intemporales, con un Ribalta de voz robusta pero a la vez conmovida, una sensación que se prolonga con Canto a la libertad o Zure tristura (de Imanol y Xavier Lete) pero que flaquea en el caso de ese Al alba más bien titubeante. Un sexteto de cámara se erige en compañía del cantor durante todo el disco y ensalza esas canciones que asociamos tantas veces con lecturas desnudas a voz y guitarra o piano, pero que aquí ganan en porte y trascendencia. Bien, muy bien por esos arreglos del pianista Ramon Andreu, que hacen ganar en presencia y calado este recorrido por, subraya Ribalta, “auténticas obras de arte de la música en castellano, vasco, gallego, catalán, bable y portugués”. Y que así siga siendo, maestro, por muchos años.

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