Las primeras veces que empezábamos a oír hablar de Zuaraz, hace más de un par de años y en plena pandemia, Santiago y Sebastián Hernández eran dos hermanos mexicanos afincados en Madrid que se habían empeñado en ilustrarnos sobre el son jarocho y la trova yucateca que escuchaban de zagales, y que no paraban de referirse a ese trébol de cuatro hojas mágico que integran Armando Manzanero, Lucho Gatica, Los Panchos y Omara Portuondo como los referentes máximos a partir de los que nacían sus humildes canciones. Bajo esos parámetros nació el lindo EP Bugambilia (2021), seis canciones en un vinilo de diez pulgadas para el que ya habían incorporado al compostelano Xoán Domínguez, la mitad de Blanco Palamera.

 

Pero ahora, llegados al momento decisivo del estreno en formato grande, los Hernández han procedido a lo que de verdad les correspondía: dar el gran estirón.

 

Súbale hay lugares no solo sirve para abrir boca, sino también para alertar del volantazo y jugar al desconcierto. Son apenas dos minutos, pero su rock chuleta y gamberro de escuadra y cartabón, de tres acordes repetidos hasta la extenuación, parece escrito bajo los auspicios de algún gurú bonaerense. Es una travesura, porque tiene muy poco que ver con el resto del álbum, pero refrenda las sospechas de que nuestros amigos aztecas aprovechan su auténtica puesta de largo para agrandar miras, empeños y aspiraciones.

 

Últimamente me acuerdo mucho de tu casa es un disco encantador y de precioso título onírico que se devora con sorpresa, curiosidad y progresiva adicción. Sebastián y Santiago –hijos, por cierto, del ilustre escritor mexicano Jorge F. Hernández– se ciñen con frecuencia a las historias de anhelos amorosos, y no tanto porque sean unos grandes sufridores sentimentales, intuimos, sino por una férrea voluntad de estilo: les encanta desarrollar un cancionero con un argumentario clásico sobre la soledad y la frustración, la indiferencia infranqueable de la mujer anhelada y demás tragedias del imaginario romántico. Pero ahora ya no se ciñen en el DF o en Veracruz, la tierra natal de su madre, sino que agrandan el espectro por todo el continente y modernizan su nómina de deidades melómanas y laicas con referentes como Drexler o Café Tacvba.

 

La banda, evolucionada ahora a cuarteto con la incorporación de un percusionista venezolano (y que viva la diversidad, siempre), se ha vuelto juguetona y exploradora, mucho más dispuesta a desbordar fronteras de estilo e invadir territorios vecinos, como el funk, por los que hasta ahora apenas habían desplegado su ejército de corcheas. Frijol nos centra ya en materia con su adorable despliegue salsero, y Don Chicho resulta sabrosón con sus cambios de tiempo y forma, incluso con divertimentos lingüísticos en torno al español a ambos lados del océano (“Y es que está chido / Me mola mazo”). Pero es Sin Yolanda la primera gran joya de la corona, el consabido bolero con el que se da cuenta de una dolorosa pérdida sentimental, aunque con un sonido modernizado e ingenioso que ellos mismos definen como “after latino”. En definitiva: arreglos electrónicos bajo unas guitarras exquisitas y crónicas del desamor en tiempos en que los trámites de la separación se ventilan mediante notas de audio.

 

Agigantemos el espectro con cumbia y funk (Siempre Simón y nunca Nel), con múltiples muestras de corazones malheridos (Uh, La liga), con apelaciones a la misma canción (La pepita dioro) como la unidad de medida que lo comprende todo. Porque la canción, para Zuaraz, es casa, como si de un juego clásico de mesa se tratase. La canción, ese refugio incomparable que acaba haciendo que este disco encantador –y de precioso título onírico– cobre todo su significado.

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