Casi lo primero que escuchamos en el nuevo disco de Amaral es, créanselo, la flauta de Carlos Núñez. Y a renglón seguido, la insólita incursión de Eva Amaral en la lengua gallega para dar cuenta de una lectura de Ondas do mar de Vigo, la célebre cantiga de Martín Códax. Se trata de un prólogo de apenas dos minutos, con más intención ambiental que relevancia, pero constituye todo un indicio de que Eva y Juan Aguirre han querido imprimir un golpe de timón a su trayectoria. Y es un propósito loable, sin duda: han cubierto con muy buena nota la segunda década de trayectoria conjunta, siguen en buena forma creativa, nunca han dejado de ejercer la melomanía militante y son músicos curiosos y documentados sobre cuanto sucede alrededor. Salto al color representa un evidente volantazo, hasta en el título e iconografía, respecto a su antecesor, Nocturnal (2015), un trabajo correcto pero poco deslumbrante, al borde de incurrir en la rutina y sin capacidad de fijar páginas inolvidables. Y sí, es evidente que todo ello sucede porque la pareja zaragozana se dejó desde el principio el listón muy alto: alguien capaz de escribir Cómo hablar o Siento que te extraño a los veintitantos siempre se sentirá inmerso en un desafío contra su propio legado. En ese sentido, este octavo álbum quiere servir como revulsivo, pero las primeras cinco o seis escuchas dejan más una sensación pirotécnica que mollar. Salto al color, con todo su buenrollismo cromático (hola, Coldplay) suena realmente bien y a veces llega a deslumbrar con sus bajos profundos, las travesuras sónicas (ese final entrecortado de Juguetes rotos) o la aceptación desprejuiciada de la electrónica y las programaciones, pero a veces da la impresión de cuidar más la cosmética que la sustancia. Mares igual que tú, conocida desde hace meses como primer adelanto, ya recordaba algo a aquel Carlos Núñez (segunda vez que le mencionamos) sobreproducido del disco Mayo longo, e incluso un poco, y esto ya es más inquietante, a Ana Torroja. Peces de colores sigue los mismos códigos, y esa tentación del autoplagio también aflora con Tambores de la rebelión, un tema muy afortunado y quizá el más amaralista de todos, pero semejante en demasía a Revolución. Hay buenas noticias en lo que respecta a la impecable Nuestro tiempo y la onírica Soledad, e incluso nos pueden divertir los guiños a Depeche Mode en Juguetes rotos, aunque sus coros resulten más aparatosos que guerreros. Y escasean, por lo demás, frases que se claven como flechazos, más allá de aciertos como “El deseo de vivir / es lo que me está matando” o “No me acordaré de ti / cuando acabe esta canción”. Queda, en suma, el sabor agridulce del intento corajudo frente a unos resultados solo intermitentes. Y queda la esperanza de que acabemos encariñándonos más de este estallido colorista a medida que se nos vayan asentando los temas en el paladar, lo que a veces sucede en el caso de dos artistas de tanto calado como Amaral y Aguirre.

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