Una línea de alta tensión cruza el descampado, acaso a las afueras de algún barrio sobrecargado de hormigón, bajo un cielo al que se le van ennegreciendo las nubes. No parece precisamente la representación gráfica del paraíso en la tierra, pero así son las cosas. Y la vida. Y de esa manera cruda, áspera y poco amiga de las complacencias le gusta relatarla, o retratarla, a Francisco Javier Bravo Lahoz, gurú rockero de lo incómodo, legítimo portavoz de aquellos que prefieren tocar las narices a forzar una media sonrisa falsaria. Gente muy necesaria, aunque haya quien se incomode o los tenga por tipos molestos e impertinentes.

 

He aquí las reglas del juego para este francotirador del indie, un madrileño capaz de reunir sagacidad y arrestos suficientes como para dedicarle su álbum “a todos los malditos, adivinos y locos”. Es una manera –un tanto suicida, si se quiere– de retratarse en los márgenes aun antes siquiera de que el disco haya comenzado a girar, pero los comportamientos valientes requieren de honestidad y el suficiente arrojo como para operar a calzón quitado.

 

Hace menos de un año ya certificamos su personalidad con un debut que se abría, no por accidente, con un tema titulado El gilipollas. Ahora, esta segunda entrega casi consecutiva refrenda (y, sobre todo, mejora) el discurso, su alcance y sus hallazgos. El parque es un espejismo en forma de preludio, un remanso acústico de paz que sirve como bálsamo antes de encarar la homilía planetera de La canción de la fuente, una pieza de guitarras chirriantes y trasfondo vagamente coplero. Y en ella, el estallido lírico de Lahoz, inmerso en una especie de diario guiado por lo onírico y la escritura automática. “Te metiste con mi amigo en una tienda de campaña en mitad del descampado”, verbigracia, no encaja con absolutamente ningún parámetro del pop español reciente, y ya solo por eso merece la pena.

 

La elocuencia se eleva en Maldito, quizá el epicentro de este disco para el desconcierto y la excitación. Aquí el filo y el vitriolo se vuelven mucho más inteligibles: “Esos que se hacen llamar las redes me acusan de ser un frustrado peligroso, y hasta parece que tengan razón (…). Y hablan de que van a cancelarme, y yo no sé bien lo que es eso”, expone nuestro verso suelto en forma de salmodia envenenada en torno a los muchos escandalizaditos que pueblan los mentideros virtuales. Se trata de un manifiesto político en toda regla, y aún más sorprendente es que se encuentre música para un discurso de métrica libérrima; pero así son las reglas, y los riesgos, en estos descampados periféricos del indie español.

 

Bien por Francisco Javier, sin duda. Bien por un tipo que hace bandera de sus décadas de residencia en Fuenlabrada, en lo más crudo del cinturón metropolitano de la capital, para legitimar aún más exhibiciones como la de Síndrome de adivino, donde su voz se vuelve saturada y opaca mientras asistimos a un persistente cántico de blues-gospel a la madrileña. “Qué votará ese idiota con el que vas a despertar mañana”, dispara un hombre que se niega a disociar el rock y la ideología, y que carga con la pesada munición de las palabras contra tantos agoreros como en nuestro mundo han sido y siguen siendo. Nunca el primer apellido de un artista estuvo tan justificado. Lástima que Mark Lanegan ya no esté entre nosotros, porque hasta él habría sonreído.

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