La sorpresa aviva la curiosidad, en este caso de manera muy acentuada. ¿Quién es Jose Carra, dónde se había metido hasta ahora, cómo pudo habérsenos pasado por alto? De pronto, un álbum de presentación intrigante –casi hay que mirarlo al trasluz para descubrir sus grafías– y desarrollo argumental enrevesado, con la astrofísica como principal motivo de inspiración, se convierte en un descubrimiento memorable. Porque estos 72 minutos de música vuelan a unas alturas no sabemos si interestelares, pero sí absolutamente infrecuentes. Son jazz contemporáneo, rock sinfónico, metal y música de cámara que se relacionan entre sí en un bucle infinito. Todo a la vez, todo reconcentrado. Una mágica, fastuosa y loquísima voladura de cabeza.

 

Carra es malagueño, capitanea frente al piano su trío desde hace una década y ya había registrado tres trabajos anteriores bajo su nombre, pero aquí amplía la formación –o la expande, ya que nos encontramos entre cuerpos celestes– hasta el quinteto, e incluso agrega un cuarteto de cuerda en un segmento no pequeño de la obra. Pero todas estas aclaraciones previas pierden significado cuando le hincamos el diente a las 10 piezas, o pasajes, de este Satélite. Son movimientos que se entrelazan, motivos que interactúan y reaparecen, una arquitectura musical que juega a elevarse en un viaje por el espacio donde todo acaba siendo posible y, en consecuencia, inesperado. El juego de la paradoja remite a las litografías de Escher, de la misma manera que el propio Carra apela a los llamados “teoremas de incompletitud” del matemático y filósofo austriaco Kurt Gödel como una de sus mayores fuentes de inspiración.

 

Dicho todo lo cual, por contextualizar, orillemos ya todo este razonamiento argumental y sumerjámonos en esta expedición libérrima, muy determinada por las incorporaciones del saxo tenor de Enrique Oliver y, sobre todo, la guitarra y la voz sin palabras de Luis Regidor. Su tarareo remite a las voces de David Blamires y el desaparecido Mark Ledford en los tiempos del Pat Metheny Group, pero el edificio sonoro recuerda más a aquel Metheny orquestal y sinfónico inmediatamente posterior, el de Secret story (1992).

 

Todo se vuelve solemne y ambicioso, pero también, y sobre todo, muy emotivo. Llega un momento en que no sabemos bien por cuál de los cortes transitamos, porque Satélite tiene mucho de experiencia inmersiva. Pero los propios títulos son tan hermosos en sí mismos –Estación Melancolía, La galaxia en mi pasillo, Todos los universos posibles…– que invitan a proseguir en su escucha. Sin pautas ni reglas, y hasta sin orden. Porque la obra en su conjunto presenta esa virtud insólita de su fuerza centrífuga: hay que saltar, incorporarse a ella, dejarse sacudir por este virulento remolino. Y permitir, una vez tras otra, que se afiance nuestra profunda sensación de asombro.

 

 

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