Nos ha tenido José Ignacio Lapido una buena temporada a pan y agua, en vista de que el inopinado regreso discográfico de 091 (La otra vida, 2019) supuso un paréntesis más extenso que en ningún otro punto de su trayectoria en primera persona. Pero el sucesor de El alma dormida, que se remontaba ya a 2017, coloca las cosas en su sitio y agranda el cancionero prodigioso del granadino con 11 estocadas entre notables y prodigiosas; 11 crónicas de angustias, desencantos y melancolías, sin duda, pero también argumentos para disfrutar del camino y hasta levantar la copa por aquellas circunstancias que bien lo merezcan y por los compañeros de viaje a los que compensa haber conocido, en el caso de ese glorioso brindis inicial que es Curados de espanto.

 

Es curioso que una expresión del arte de la esgrima le sirva esta vez a García Lapido como título, hilo conductor y metáfora, en alusión a ese pinchazo con el que el combatiente de un duelo se hace con la victoria cuando corroboramos que la zona herida de su contrincante rompe a sangrar. Hay en esas estampas de las confrontaciones cuerpo a cuerpo un cierto halo de romanticismo, épica y también derrota, de la misma manera que otros cantautores como Marwán o Manuel Cuesta le encontraron un valor poético y evocador al en ocasiones sórdido mundo del boxeo. Pero la alusión aquí parece pura elocuencia: este poeta de la canción aspira a pellizcarnos y a que estas páginas, además de exigirnos toda la atención, también emocionen cuando el filo de la espada nos roza y duelan si, definitivamente, el verso acierta con su objetivo. “El niño que fui me mira y se aleja”, solloza el cantor casi al final de Tiempo muerto, el último de los capítulos en esta entrega, y se hace difícil no exclamar el consabido touché.

 

No es cuestión de modificar a estas alturas las reglas del juego en el repertorio de Lapido, que sigue aquí adscrito a esa canción rockera, sentimental, eléctrica y sangrante (nunca mejor momento para avisarlo) que solo él y su viejo amigo de gira Quique González son capaces de erigir. Pero A primera sangre es una obra que gusta de entrada y maravilla a medida que cobra poso, y en la que la garganta trabajosa de su firmante, a años luz de cualquier filigrana, sí ha ido ganando en lirismo, desazón y emotividad. No puede estar más lejos Lapido de la academia, pero tampoco más cerca del corazón.

 

Y así se suceden las grandes escrituras beatlemaniacas (Creo que me he perdido algo), el chispazo arrebatado de blues para Malos pensamientos, el asidero más acústico y propicio para estremecerse ante la amargura del licor de la vida y su fugacidad irremediable (De cuando no había nacido). Surgen chispazos instantáneos para la faltriquera creativa de Lapido, como en Antes de que acabe el día o en la mordaz Nadie en su sano juicio, visión nada complaciente pero muy necesaria de tanta tontería como la que circula por nuestros ruidosos alrededores. Y queda la sospecha de que maravillas como No hay nada más colocan a su autor como una suerte de Damon Albarn ibérico.

 

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