El destino ha querido que uno de los cantores más relevantes, queridos y destacados de Chile comparta nombre, tan común y corriente, con otro autor no menos admirado y seguido en suelo ibérico. A Manuel García, este chileno de voz profunda y serena, media melena entrecana y cierto porte quijotesco, no solo no le importa sino que le halaga: Manolo García, el español que se hizo gigante sin que le importara ser El Último de la Fila, figura entre sus autores predilectos a este lado del ancho océano. Aunque el autor de Insurrección o Pájaros de barro acostumbre a llenar pabellones casi como si tal cosa mientras que su tocayo, ídolo masivo por toda Latinoamérica, aún no ha trascendido del restringido circuito de salas en cuanto se embarca en un vuelo trasatlántico.

 

Se trata de una circunstancia que deberíamos ir corrigiendo por nuestro propio bien, puesto que Manuel Javier García Herrera es un cantautor, en una palabra, magnífico. Y en la corrección de esas carencias cognitivas se centra precisamente El caminante, recorrido por lo más destacado del cancionero de Manuel en este último cuarto de siglo, pero actualizado y regrabado en forma de dúos con invitados e invitadas ilustres, bastantes de ellos españoles.

 

Los discos de colaboraciones distan de ser siempre una experiencia satisfactoria, por cuanto suelen incorporar alianzas oportunistas, ajustarse a arreglos precipitados y ventilarse en sesiones de grabación cogidas por los pelos. Con El caminante sucede todo lo contrario. García frecuenta los escenarios españoles desde 2006, ha tenido tiempo de estrechar lazos de amistad con muchos de sus ahora copartícipes y no ha tenido ninguna prisa en dar por cerrado un repaso que comprende, al final, un sabroso y holgado menú de 15 canciones y casi una hora completa de música.

 

La selección permite reparar en la excelencia de la pluma de este hombre sabio y mundano de Arica, en el extremo norte de su país, ya lindando con Perú y Bolivia. Manuel es un hombre propenso al verso enamoradizo, a la mirada tierna, a una complicidad con el oyente que se asemeja mucho a un abrazo bien estrujado. Inmortaliza la cotidianidad del amor con un gusto irreprochable por el entorno natural y los quehaceres diarios. E incluso cuando asoma por la política, como hombre comprometido (o comprometidísimo) que es, lo hace con un verbo mucho más lírico que inflamado, como en la entrañable El viejo comunista, uno de sus grandes clásicos, aquí reformulado elocuentemente junto a Silvio Rodríguez.

 

A los compinches de este lado europeo les ha reservado Manuel algunas de sus mejores filigranas; en particular La aguja, que enhebra ahora a medias con el malagueño El Kanka. Depedro no solo engrandece Tanto creo en ti, sino que encuentra una expresión serena, menos esforzada que de costumbre y mucho más favorecedora. Muerdo asimila un lenguaje más urbano y juvenil, infrecuente entre los colores de la paleta de Manuel, cuando afronta Camino a casa. Pero la verdadera magia no ya acontece sino que eclosiona con Palomita de mar, que materializa el ansiado encuentro entre García y Martirio junto a su hijo, el guitarrista Raúl Rodríguez. Nunca al folclore latinoamericano se le había imprimido tanto aliento onubense.

 

Los cooperadores latinoamericanos mantienen un nivel de convocatoria abrumador, lo que habla mucho y bien de la agenda y del ascendente de Manuel. Mon Laferte se lleva el mejor pez al agua, La danza de las libélulas, abolerado y con un despampanante arreglo de cuerdas. Pero un disco por el que desfilan, de manera casi consecutiva, Elina, Eva Ayllón, Pedro Aznar y Gaby Moreno, es cosa muy seria. Mucho.

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