En el transcurso de una carrera de largo recorrido, como sucede con la de Pedro Guerra (Güímar, Tenerife, 1966), hay margen para picos y valles, para eclosiones y debilidades. Ha transcurrido un cuarto de siglo largo y más de una docena de álbumes desde aquel inolvidable Contamíname y su debut correspondiente, Golosinas (1995), y Guerra ha tenido tiempo para afianzarse y también para tropezar, como con aquel desorientado El mono espabilado (2011) con el que algunos le perdieron la fe. El viaje es, en ese sentido, el mejor revulsivo que podía conocer su trayectoria, lo más parecido a un disco de madurez con todas las consecuencias: serenidad, reflexión, poso, belleza y hasta ciertas pinceladas de reinvención.

 

Ha contado el tinerfeño que este viaje, mucho más vital que geográfico, encontró su fuente primigenia de inspiración en El viaje de G. Mastorna, el largometraje en el que había comenzado a trabajar Federico Fellini cuando le sobrevino la muerte. Nuestros anhelos son siempre viajes inacabados, y hay un tono mayoritariamente reflexivo, contenido y nostálgico en este cancionero evocador y quedo, ciertamente hermoso. Las portadas de colores chillones y vitalistas, aquellas gominolas joviales, dejan hoy paso a ese hombre de rizos entrecanos que se retrata, cabizbajo y reflexivo, en una elocuente portada en blanco y negro. Nunca había sido Guerra tan introspectivo, y hacía tiempo que no le sentíamos tan próximo y sincero.

 

Una culpa de ello recae en la figura del también tinerfeño Pablo Cebrián, productor de perfil a priori muy alejado (David Bisbal, Carlos Rivera, Sergio Dalma, Nach, Pastora Soler) que aquí, sin embargo, sabe revestir la voz de Pedro de una instrumentación acústica minuciosa y un sutilísimo y muy atinado barniz electrónico. Incluso propicia un dúo con Manuel Carrasco, Tú y yo, en el que salen reforzados ambos protagonistas. El onubense es estupendo en lo suyo, un pop aflamencado que aquí propicia el enriquecimiento recíproco.

 

Antes, tanto las íntimas y delicadas Cara y cruz y Cuando tú no estás han definido ese tono introspectivo que tanto bien le hace a un álbum con hueco para reflexiones emotivas sobre nuestros mayores (Alzheimer) y para ese Pedro Guerra clásico y enumerativo (Sueño) que sigue siendo capaz de atrapar desde la primera escucha. Un Guerra en compás ternario con alma de ranchera (Ruego), y que solo en la segunda mitad acentúa el factor rítmico con las excelentes y muy latinoamericanas La arena del circo y La delicadeza, así como con El viaje, que evoca el latido de Raíz, otro tema que en su día también sirvió para titular su álbum respectivo. No esperábamos grandes revoluciones en la trayectoria del gran trovador canario, pero sí este regreso, convenientemente tamizado por la veteranía, a su mejor estado de forma.

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