La trayectoria de Vic Moliner es admirable, imparable y creciente, aunque a menudo asuma un papel de retaguardia –como productor, compositor, bajista o contrabajista– que encaja bien con su propio carácter, reflexivo e introspectivo, y le ha hecho casi invisible entre el gran público. La apuesta por el catalán como lengua vehicular puede que también le haya restado alcance y trascendencia en otros rincones de la geografía española, pero la belleza de sus textos invita a aguzar el oído y activar nuestro amor por las lenguas cercanas, porque hay mucho y muy bueno que escucharle al artista de Banyoles.

 

Por todo ello, tiene algo de pequeño acontecimiento este Foc i endreces, en vista de que el prolífico músico gerundense anda ocupado en tantos frentes que no acostumbra a trabajar para sí mismo y erigirse en protagonista principal. Nos encontramos, de hecho, solo ante el segundo trabajo en solitario de Vic, una faceta que no activaba desde Ara (2016), si bien a la nómina podríamos agregar los dos trabajos –Un fràgil corall y Tocar l’horitzó– que había publicado entre 2012 y 2014 bajo la denominación de Verd i Blau. Habremos de confiar en que a partir de ahora Moliner encuentre más tiempo para sí mismo, porque la belleza de su canción intimista y de voz frágil y ultrasensible bien merece un espacio propio. Y nada como la delicadísima Bon dia, elocuente desde el propio título, para refrendarlo.

 

Endrecesla pieza inaugural, a ratos puede recordar en el desarrollo melódico de su estribillo a aquel Everybody wants to rule the world de Tears for Fears, una coincidencia seguramente casual e involuntaria, pero simpática: el timbre cálido y liviano en la voz de nuestro protagonista tampoco diverge mucho del Roland Orzabal. Es una buena manera de asentar los cimientos de un álbum profundamente poético (tanto Corrim como Suite son, de hecho, poemas recitados) en la que el intimismo encierra al tiempo lucidez, empatía y sentimiento crítico hacia una sociedad que se ha vuelto hostil y disfuncional.

 

Artesà concede un espacio preponderante a los sintetizadores, lo que acentúa una dimensión lánguida y evocadora no muy alejada de los presupuestos estéticos del dream pop. Representa todo un ejemplo, además, del dominio armónico de Moliner, muy alejado del viejo esquema de la “típica canción de tres acordes” y siempre propenso a la inflexión inesperada. Son las ventajas de escribir pop a partir de una estructura mental familiarizada con el universo jazzístico: no sería disparatado, por ejemplo, imaginarse a Salvador Sobral como coautor de la hermosa Precipici –con un estallido absolutamente impredecible de guitarra eléctrica en su segunda parte–, y la sola mención del portugués nos hace fantasear con una alianza de la que saltarían chiribitas creativas interesantísimas.

 

A Vic le relacionábamos sobre todo con sus trabajos como subalterno de Clara Peya (ha producido los seis últimos discos de la pianista de Palafrugell) y de la coruñesa Guadi Galego, además de su tándem casi indisociable con el guitarrista Pau Brugada, también mano derecha y escudero principal para este Foc i endreces. Un álbum precioso que desemboca en un capítulo final, La utopia inevitable, animoso, contagioso y pleno de luz: toda una metáfora de cómo el poder purificador del fuego acaba por renovar mentes, ánimos y conciencias. Buena falta nos hace.

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