Qué bendición que dispongamos dentro de la música peninsular ibérica de músicos como Andrés Belmonte, tan periféricos en cuanto a su alejamiento de los sonidos comerciales y convencionales al uso por tierras de Occidente. Y qué necesario divulgar el trabajo de estos soñadores inmersos en utopías sónicas tan apartadas de los radares al uso y de los intereses mayoritarios que van definiendo las leyes de la mercadotecnia y las imposiciones del algoritmo. Belmonte es un artista de 44 años con domiciliación en Valencia pero filiación sentimental con el mundo árabe, más aún desde que descubrió el ney (flauta turca) y estudió música clásica otomana en Turquía y otras sonoridades vecinas en el Conservatorio de El Cairo. El resultado son estos muy sorprendentes tres cuartos de hora de música oriental escrita y concebida desde la orilla occidental del Mare Nostrum: toda una cartografía de melodías prodigiosas.

 

Al protagonista de estas líneas le asisten abundantísimos trabajos y colaboraciones dentro del jazz, el pop, la música antigua y hasta las bandas latinas en la órbita levantina, y dos trabajos previos en solitario que disfrutaron de escasa difusión, Jazz-7 (2007) y el ya más étnico y moruno Tariq, de 2019. Ahora desarrolla todos sus aprendizajes en torno a las músicas tradicionales árabes y el sonido milenario del ney (o nai), esa flauta alargada que ya encandilaba a los faraones y preserva un sonido místico, melancólico y liviano tan seductor como inconfundible. A él añade sus habilidades con otras flautas y con el duduk, ese instrumento nacional armenio que transmite tristeza y hondura con cada nota. Y como principal escudero dispone a su lado al buzukista y medievalista Efrén López, al que recordamos bien de sus ya lejanos tiempos (principios de siglo) en L’Ham de Foc junto a la cantante Mara Aranda.

 

Habrá quien se sienta intimidado por un álbum de música casi enteramente instrumental y con referentes geográficos remotos e inusuales para los oídos europeos, pero ya el corte inaugural, Albà xarquia, demuestra que no hay tanta distancia entre oriente y la música tradicional española, en este caso una albà valenciana. La pieza es rítmica, deliciosa y hasta tarareable, pero la más importante aportación del álbum llega justo después con su Suite yemení, una pieza de ocho minutos en tres movimientos por la que asoma incluso un sacabuche renacentista, el tatarabuelo de los trombones de varas que conocemos hoy.

 

Los ritmos en Gharbí se acercan a los compases irregulares árabes, esos diez por ocho u once por ocho que tanto desconciertan a los músicos de formación más canónica y clásica, pero que en el fondo también llevan muchos siglos grabados en el subconsciente colectivo de melodías peninsulares folclóricas que nos fueron legando las muchas generaciones que nos anteceden. Y ahí radica el gran encanto y valor de esta obra, su capacidad para sacarnos de áreas confortables para descubrir que en otras latitudes también podemos sentirnos muy bien cobijados.

 

Hay muchas referencias históricas y geográficas en estas partituras, que también desprenden espiritualidad a raudales, como esa llamada a la oración a la manera siria que desliza el corte final, Adhan de batre. Las notas del propio Belmonte le resultarán muy esclarecedoras al oyente más curioso, pero, al margen de los aprendizajes, Gharbí invita a dejarse llevar y abrazarse por el hechizo de una belleza arrolladora a la que estamos poco acostumbrados.

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