No hay más que contemplar con mediana atención la imagen de portada para comprender que al protagonista de estas líneas le ha cundido el tiempo: este es un debut asombroso para un muchacho de su edad, y más aún sin apenas referencias previas sobre él. El ampurdanés Carlos Coronado es un exponente de la generación del 98 –de nuestro 98–, y a sus 25 años se presenta en solitario con una templanza y sabiduría insólitas en alguien que además ha aplicado más la intuición que la academia. De hecho, no ingresó en el Conservatorio Superior del Liceu hasta 2021, pero ya para entonces su infatigable curiosidad le había llevado a aprender palos y ritmos flamencos como si los tuviera interiorizados desde siempre. Él, que de crío le daba al rock y a los dúos de guitarra y voz, que es lo propio de cualquier mente inquieta adolescente.
No hay trampa, cartón ni, sobre todo, red de seguridad en Flamenco mediterráneo, un estreno que Coronado afronta solo a partir de composiciones propias y casi en condición de solista. Más allá de algún bello y delicado mano a mano con la violinista Montserrat Martos, el chaval del Baix Empordà afronta este repertorio sin otro soporte que el de las seis cuerdas de la guitarra, sus mágicas manos y las palmas ocasionales de Marc López y Pere Martínez.
Coronado asigna a cada composición el palo que le corresponde –soleá por seguiriya, seguiriya, alegrías, rondeña, granaína…–, aunque a los guardianes de la pureza no se les espera en la sala de audición. Porque el de Carlos es un flamenco sui generis, reimaginado y reinventado desde una personalidad infrecuente en su capacidad de sugerir espacios, paisajes y entornos naturales. Seguro que ha escuchado a Vicente Amigo y a todos los grandes, sin duda, pero aquí se empieza a consolidar un espacio propio y etéreo en el que también encuentran hueco las enseñanzas de los impresionistas, el jazz más ambiental y figuras de las nuevas músicas instrumentales de unas décadas atrás como –se nos ocurren– Earl Klugh o el Larry Carlton en versión acústica.