A este cantautor oscense que hoy nos ocupa nunca le ha abandonado la aureola de artista de culto, una etiqueta más sonora que envidiable, ya que suele implicar un reconocimiento por parte del gran público bastante más inferior del merecido y deseado. Y tal circunstancia no es una excepción en el caso de Javier Almazán, creador muy meritorio desde la discreción y un amor casi artesanal por su oficio, como lo demuestra la elección de un apelativo artístico que ya implicaba un escaso aprecio por el protagonismo y un amor indisimulado por hacer camino al andar. Y así es como Almazán/Copiloto presenta ahora las credenciales de sus tres lustros acumulando grandes canciones y muchos kilómetros por carreteras secundarias, con un recopilatorio que no es tal, sino regrabación y reinvención de 11 de sus mejores páginas.
La adscripción a una ciudad como Huesca, esa capital de provincia tan encantadora y recoleta como menuda, periférica y silenciada, tampoco ha contribuido a expandir la buena nueva de Copiloto, pese a que canciones tan enormes como Yo no quiero a nadie, uno de sus primeros éxitos (a pequeña escala) merecerían por sí solas una trascendencia que todavía estamos a tiempo de propiciar. Esa joya de la corona (de Aragón) cobra ahora nuevos bríos y dimensiones gracias al refrendo de Juan Aguirre, guitarrista de Amaral, y del dúo con la gran Nat Simons, perfecta para acentuar la fragilidad y la desazón del original. Ellos dos son los nombres más ilustres en la nómina de esta fiesta de invitados, que incluye también a Javier Aquilicué (Kiev Cuando Nieva), el dúo Ixeya (en la acústica, tierna y adorable Ser un libro abierto) o Irene Gómez, adscrita al Komando Komare.
Almazán ha terminado admitiendo que se decantó por su bautismo como Copiloto porque firmar con nombre y apellido le parecía un gesto “típico de cantautores”, pero el tiempo no ha hecho sino refrendar su condición como tal y reconciliarle con su propia naturaleza. Y se trata de un oficio no solo muy noble, sino muy ajustado a lo que nos sigue ofreciendo Javier después de estos 15 años, más allá de que su vocación más eléctrica que acústica le aparte del arquetipo del hombre contemplativo y de guitarra en ristre. Pero no nos engañemos: en el corazón de alguien capaz de escribir Crecer es matar a un niño late el espíritu de un legítimo poeta. O en Tu cara cuando miras los aviones, un título tan hermoso que solo podía esconder una belleza de lirismo enternecedor. Y con los etéreos paisajes guitarreros de Aguirre, otra vez, para mayor satisfacción de todos.