Elena Villa Navas es una gran amante de la cocción a fuego lento, lo cual ya representa una circunstancia de por sí insólita para una chavala que no cumplirá su primer cuarto de siglo hasta este próximo diciembre. Muchos la descubrieron, atónitos, cuando a principios de 2020 trascendió Alma de oro, su espléndido dúo junto a Xoel López; algunos ya sabían de sus andanzas con Club del Río y los menos la tenían localizada del circuito madrileño y de sus primeros pinitos en el barrio periférico de Carabanchel. Lo cierto es que nada, ni siquiera la expectación grande y creciente, la ha hecho variar la hoja de ruta ni perder el sosiego, ese pulso sereno y de una madurez inaudita que late, al fin, durante toda esta puesta de largo y que convierte a Lucero en uno de los grandes acontecimientos en España de este año que ya casi agoniza, en el debut por antonomasia que se anota la música popular por estos derroteros.

 

No ha querido orillarse Ede a las aguas de la canción de autor, al menos en sentido ortodoxo, con independencia de su mirada curiosa y de amplio espectro en aguas latinoamericanas o de ese mano a mano también soberbio, Cállate y baila, de 2021 junto a un trovador tan ecuménico como Ismael Serrano. Ahí, en ese esfuerzo por evitar evidencias y territorios comunes, empieza a traslucirse el referido amor por la creación sin prisas y la obsesión por introducir ingredientes de una personalidad propia y firme, ya muy definida pese a la teórica bisoñez que delata el DNI. Elena ha sido capaz de erigir un álbum luminoso en el que no hace el menor esfuerzo por disimular sus áreas de oscuridad, aquellos aspectos menos favorecedores que la alejan, parafraseando uno de sus títulos, de la condición de “buena y pura”. Lucero es un disco realmente hermoso, a ratos casi paralizante, que no sonará nunca como música corporativa de Mr. Wonderful.

 

¿Cómo no vamos a ilusionarnos con los jóvenes si Ede es, igual que Guitarricadelafuente, Tanxugueiras, María José Llergo, María Yfeu o Sarria, un abrumador ejemplo de lo que desde ya mismo se nos viene encima? Quizá influida en alguna medida por su descubridor y mentor, el vetusto Jorge Gutiérrez –que también apadrinó a Alice Wonder, otro geniecillo precoz con la que Ede traza evidentes conexiones–, la madrileña se arropa en Lucero de una producción moderna, minuciosa y de vivísima electrónica sutil, lo que acaba por generar una tesitura próxima al neo soul y los ambientes crepusculares. Es de esa sofisticación de la que brotan las grandísimas Lucero, Buena y pura o Las niñas, siempre entre el orgullo en femenino plural (“esto no es un disco, es una mujer”, reza el mensaje interior de la carátula), el desafío sin pestañeos y esa pasión amorosa que a veces paraliza la respiración.

 

Todo es sugerente y nada es obvio. Ahí radica el mérito enorme de este trabajo brillante de por sí y más soberbio aún si se atiende a su condición iniciática. Ede bascula entre las influencias folclóricas, como en Caballo ganador o en la casi coplera Amapolas (qué grandes versos: “Te llevo colgando del cuello como una cadena de plata / aún no sé si tus manos me reviven o me matan”), y la concepción moderna de la primera persona del femenino, ya sea singular o plural (Lobas). Con seguridad y por desgracia, una chavala de 24 años aún padece en 2022 vestigios de un heteropatriarcado hiriente, contra el que Ede se rebela en un tono más poético (Caballo ganador) o más desabrido, como ese Lo que yo hago que linda con el hastío y la aspereza. Hace bien en mostrarse así: dulce y lúcida, pero también rugosa, contestataria. Hace mejor que bien en anhelar la belleza por el camino más incómodo. Quizá el último tercio del álbum baje un poco el listón; puede que un disco de treinta y tantos minutos precisara de al menos una pieza de tempo más acelerado. Lucero no es un disco perfecto, no. Pero ojalá la verdadera encarnación del espíritu motomami en este 2022 fuera la suya.

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