Parece imposible completar una pieza periodística sobre James Vicent McMorrow sin aludir antes o después al carácter intimista de su obra, así que refrendémoslo desde la primera frase y animemos a que el lector se sumerja en ese universo suyo tan peculiar y, a estas alturas, características; un paisaje sonoro y emocional subyugante que a estas alturas, con su séptimo trabajo sobre la mesa, no ha hecho sino incrementar su intensidad. Wide open, horses es, de hecho, una obra eminentemente ambiciosa en la mejor de las acepciones, un empeño evidente por llegar más lejos sin dejar de ser él mismo ni renunciar a sus señas de identidad más características. Ante todo, la frágil emotividad de su voz y el carácter absorto pero envolvente de su escritura, siempre más cautivadora a medida que vamos sumándole nuevas escuchas.

 

El cantautor dublinés se sumerge aquí en una entrega extensa, una hora exacta –un disco doble, al menos para los parámetros del vinilo–, para demandar del oyente una atención muy superior a la que se estila en este periodo histórico de fugacidades y ofrecerle, a cambio, la más rica gama cromática que le recordábamos. Recién incorporado a la cuarta década de la vida, McMorrow sabe que su indie folk pequeño pero concienzudo es “la marca de la casa”, pero ha desarrollado una sagacidad admirable para resultar contagioso cuando el cuerpo le pide tales travesuras. Y adentrarse en el territorio de los coros infantiles (casi de parvulitos) en la adorable Give up es el mejor ejemplo: la canción se vuelve tan pegadiza como cuando Ben nos puso a tararear hace ya casi 20 años aquel Catch my disease.

 

En paralelo, el irlandés entrega piezas de emoción creciente, de esas que comienzan envueltas en pudor y evolucionan hasta eclosionar, como en Never gone o en el tema central, casi una minisuite que introduce elementos psicodélicos y acaba guiñándole melódicamente el ojo al Norwegian wood de The Beatles. Y no nos perdamos bajo ningún concepto la extensa Things we tell ourselves, con su caja de ritmo obsesiva, el aire etéreo y una evidente filiación con el universo de Bon Iver. Ni el acercamiento al territorio del americana con el pedal steel de Day all the lights went out o el sollozo en falsete que va apoderándose de la bellísima The standard hasta hacernos rememorar al eterno Jeff Buckley.

 

El carácter acústico de White out, casi una maqueta, nos acerca al James Vincent más puro y seminal, ese hijo al que otro artista tristemente desaparecido, John Martyn, le habría encantado abrazar. Wide open, horses es un álbum descarnado sobre las congojas de la vida moderna, pero también una llamada a la redención y la búsqueda activa de alivio frente a tantas sombras como nos acechan. De ahí que Darkest days of winter nazca desnuda para volverse enseguida animosa, incluso con esos finales de frase pletóricos. Meet me in the garden cierra el ciclo con una nueva mirada a la cabaña de Justin Vernon en Wisconsin, aunque el jardín podamos localizarlo en este caso en la Isla Esmeralda. Como a veces nos ha sucedido con Iron and Wine o Passenger, Wide open… acaba convirtiéndose, más que un mero disco, en una suerte de refugio mental y emocional.

 

 

James Vincent McMorrow actúa este lunes 1 de julio en el festival madrileño Noches del Botánico

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