Mientras Stevie Nicks ha gozado de una carrera en solitario a ratos muy exitosa (sobre todo gracias a esa obra maestra inapelable que fue Bella donna, en 1981) y Christine McVie se prodigó muy poco en esta faceta, es curioso constatar que Lindsey Buckingham, el tercer vértice compositivo en el triángulo dorado de Fleetwood Mac, ha pasado relativamente inadvertido en las no tan pocas ocasiones en que ha estampado su nombre propio en la portada. Tan es así que esta caja antológica con la integral de su obra solista a lo largo del siglo XX no solo es muy valiosa porque el cuarto volumen reúne las consabidas rarezas y piezas sueltas (no demasiadas en este caso, bien es verdad) que estaban desperdigadas por bandas sonoras, maxisingles y demás artefactos colaterales, sino porque los tres primeros elepés solistas del californiano, Law and order (1981), Go insane (1984) y Out of the cradle, de 1992, disfrutaron de un alcance extrañamente discreto en su día y hoy no eran nada fáciles de localizar más allá de en las piletas de las tiendas de segunda mano.
La condición casi minoritaria de Buckingham en sus trabajos por cuenta propia se antoja un fenómeno casi misterioso. Es cierto que bajo el paraguas de Fleetwood Mac siempre fueron Christine McVie y, pisándole los talones, Stevie Nicks, las principales suministradoras de grandes éxitos. Pero el gran artífice del sonido colosal, grandioso y adictivo que elevó a la banda a los altares del pop comercial pluscuamperfecto entre 1975 y 1987 –con mención especial, claro, para aquel Rumours que en 1977 dejó huella eterna como uno de los álbumes más vendidos de todos los tiempos– era sin duda Buckingham, un obseso de la producción y un amante de las chiribitas y las triquiñuelas de estudio.
Toda esa eclosión de segundas voces, múltiples planos sonoros, ecos, efectos especiales y demás despliegues de ingenio, a veces aparatosos y casi siempre adictivos, está muy presente en Law and order, un debut espectacular si eludimos ese disparate titulado Bwana que, para agigantar el estupor, servía como corte inaugural. Pero el repertorio de ese álbum entronca a la perfección con el que Lindsey aportaría a la banda solo un año más tarde en Mirage, con un pie en el pop efectista y elaboradísimo (Trouble es una canción tan mayúscula y perfecta que aún hoy la recordaríamos como un exitazo bajo la vitola de los Mac) y esa querencia demodé por el pop primitivo de los cincuenta, que en Mirage quedaba reflejada con Oh Diane y aquí ya evidencia antecedentes como Love from here love from there. Y además, esa bisectriz que encontrábamos en Shadow of the west, una de esas joyas ocultas que coloca a LB en la estratosfera dentro del olimpo de los grandes autores pop de siempre.
De esta discografía primigenia de Buckingham, Go insane es con seguridad el álbum más irregular y despendolado, aquel en el que su autor prescinde de cualquier atisbo de mesura y se lanza en plancha a asumir, desarrollar e incluso amplificar todos los excesos sónicos de la época. El trabajo, haciendo bueno su título, tiene un punto casi despendolado y hoy suena entre estruendoso y casi hortera, aunque todo ello no impide que también nos parezca francamente divertido. Porque es una entrega basada en los excesos, tantos y tan sucesivos que a ratos pueden hacerse bola. Pero también incluye Slow dancing, que era bailable, sexy, sensual y adictiva. Y un montón de momentos menores que ya habíamos olvidado, pero que resulta entretenidísimo recuperar.
Por el contrario, Out of the cradle es un álbum mayor de la primera palabra a la última, una exhibición de fuerza y orgullo también desde el título, ese “Fuera de la cuna” que alude, sí o sí, al portazo que Lindsey dio en su intermitente-banda-de-toda-la-vida una vez finalizado el tortuoso proceso de grabación de Tango in the night (1987), un elepé tan escandalosamente superventas como irregular y traumático. Buckingham, que hace muy pocos días ha celebrado su 75 cumpleaños, estrenaba entonces su condición de cuarentón pasando a limpio todos sus hallazgos de Tango… (Doing what I can es, de hecho, un trasunto de Big love) pero acertando con algunas de sus páginas más memorables, desde Wrong a Countdown o Soul drifter, a buen seguro superiores a muchos títulos que sí han pasado a la posteridad por integrar el catálogo que patrocinaban Mick Fleetwood, John McVie y compañía.
Y nos quedan las ocho “rarezas” (algunas, no tanto) de Rarities, como ese single suelto y favorito de los fans que fue Holiday road (1983) o el casi olvidado mano a mano con su querida/odiada Stevie Nicks que la película Twister propició en 1996 y se materializó bajo el título de Twisted. Ah, y la contribución a la banda sonora de Regreso al futuro (1985), una canción titulada Time bomb town de la que solo quedaba ya constancia en la memoria de los muy devotos al cine de los años ochenta. La recuperación de todo este material, en suma, hace justicia al legado de un hombre que siempre ha ejercido de geniecillo libérrimo, pero más aún cuando no sentía la presión de la marca histórica en la que hubo de lidiar con dos de las mejores escritoras de canciones de todos los tiempos.
Un máquina.
¡Eso mismo! 😉