Resulta cada vez menos habitual encontrarse con una banda de siete integrantes encima de los escenarios, puesto que no suelen precisarse tantos efectivos para la alineación instrumental e incluso porque la sobreabundancia puede comprometer la viabilidad del proyecto. Pero resulta aún más infrecuente que entre las variables de la ecuación figuren un violonchelo y un sitar, un dato que por sí mismo sirve para refrendar a Naked Family como unos auténticos perros verdes del panorama español. No hay en ello ni un ápice de extravagancia y sí toda la intención de apostar por la singularidad, y este segundo álbum representa una rareza fabulosa para el pop patrio y uno de los mejores argumentos que se nos ocurren en muchos meses para ejercer el optimismo.
El pop psicodélico y barroco de finales de los sesenta y primeros setenta marca el ideario de este septeto madrileño, aunque con sangre cartagenera en el caso de su cantante, el carismático y arrollador Antonio García “Chas”. No es ni medio normal que una formación de veinteañeros abra un trabajo con un instrumental de piano y violonchelo (Ida) o inaugure su cara B con un cuarteto de cuerdas (Vas a morir / Bardo) que coloca el espejo directamente en la figura de George Martin. Tampoco encaja dentro de lo común un planteamiento de álbum conceptual, una especie de opereta psicodélica circular en la que las 12 piezas terminan encajando como si conformasen un circuito de scalextric. Y asombra el derroche de imaginación comprimida en cada composición, estallidos reconcentrados de ingenio que en ocasiones se nos quedan cortos: da pena que una pieza tan fabulosa como Por ti seré, una filigrana de sunshine pop que serviría para la escena más eufórica que hubiese alcanzado a concebir Iván Zulueta, se ventile en esos fugacísimos 78 segundos.
En realidad, La vuelta da en todo momento la sensación de irrefrenable eclosión creativa, de un reconcentrado estado de gracia que requiere de escuchas sucesivas para ir desentrañando la ecuación. La producción de Íñigo Bregel, de Los Estanques, incrementa esa sensación de hervidero sonoro en el que confluyen las enseñanzas de Beach Boys (por la vía de los granadinos Los Ángeles) y del pop progresivo a la española que preconizaban Pepe Robles y sus Módulos (aunque en la misma Cartagena ya estaba el ejemplo de los olvidadísimos Parábola). Y a partir de ahí, una avalancha de sorpresas: Bebé terrestre (Un cuadro de John Collier) y El encuentro parecen un final alternativo y reimaginado para The dark side of the moon (Pink Floyd), Leda es tan brillante como si Ray Davies ahora tuviese casa por Lavapiés y el poso de sabrosura que adquiere Cuckoo no queda lejos del que los Rolling Stones acabaron imprimiendo a You can’t always get what you want.
Todo es tan brillante, en definitiva; tan noble y distinguido, que cuesta creer la sola existencia de un álbum con un empaque así. Es más, cabe preguntarse si Cartagena, esa travesura de funk discotequero que se ha convertido estos últimos meses en himno oficioso en la patria chica de “Chas”, no desentona con el resto del trabajo y más parece el fruto esforzado de un encargo llegado desde alguna oficina de turismo. Sin negarle su gracia, ese canto a Mazarrón, el Mar Menor, La Unión, las marineras y demás tópicos regionales desmerece frente a la exuberancia jipi de Tumbado en la hierba al sol, la espesura psicodélica in crescendo de El espejo o la eclosión mediterránea y costumbrista de Cogiendo naranjas.
Que no se nos malogren estos muchachos, que integran lo mejor de compañeros de generación como Wild Honey, Jacobo Serra o Club del Río: hacía tiempo que no se materializaba por tierras ibéricas un disco de esta entidad.