El gran, el enorme Neil Young se ha vuelto compulsivo y errático en estos últimos años, y en eso se parece enormemente a su compañero de generación Van Morrison, del que apenas le distancian un par de meses en la fecha de nacimiento. Anda el canadiense por los 77 otoños, consciente de que el tiempo es cada día el bien más preciado y efímero, deseoso de exprimir toda la música que aún atesora, y hasta puede que algo apurado en su empeño de que no le quede nada relevante ni en el tintero ni en los archivos, porque los discos o hallazgos póstumos siempre son regalos tardíos y empañados de amargura para el oyente que los recibe. Y así hasta a los más fieles del ilustre Neil Percival les cuesta permanecer al tanto de sus publicaciones de catálogo, que se suceden en avalancha (ediciones ampliadas, cajas estratosféricas, docenas de entregas en vivo, álbumes fantasma que no vieron la luz en tiempo y forma) mientras, ¡maravilla!, el viejo sabio reincide en sus visitas a los estudios de grabación. Y de vez en cuando demuestra lo que nadie podría avalar, de antemano, a estas alturas de la película: su capacidad para componer, interpretar y entregar discos tan enormes como para aguantarle la mirada a su imponente colección de predecesores.

 

World record no es un muy buen disco, sino seguramente, junto a su inmediato hermano mayor (Barn, 2021), lo mejor de lo que ha sido capaz Young en su turluenta, caótica y muy desigual discografía del nuevo siglo. La formulación inevitablemente actualizada de sus Crazy Horse ha acabado por asentarse y cobrar sedimento, el siempre versátil Nils Logfren ha propiciado un nuevo encaje de piezas menos asilvestrado y más sutil –pero energético cuando hace falta: agarrémonos los machos con Break the chain– y el viejo Neil se siente tan arropado como en los mejores días, en el mejor contexto posible para abrir el corazón y las tripas, para desangrarse ante nuestros ojos humedecidos con una colección de confesiones a tumba abierta. Porque World record está lleno de evocaciones por todas partes, comenzando por el álbum familiar con las fechas de nacimiento que sirve para ilustrarlo. Y porque Young, que siempre ha sacado provecho a su voz frágil, aquí se muestra en ocasiones no ya vulnerable sino destartalado, desnudo y tembloroso como un chiquillo al que sus padres sacaron a la calle con menos ropa de la necesaria.

 

Por eso conmueve tanto esta entrega extraña en su presentación (Young la concibe como un elepé de tres caras o un cedé doble cuyos 45 minutos cabrían con toda holgura en uno sencillo) y emotivísima en su desarrollo, siempre confesional y en la frontera del hipo o de la lágrima. A Neil no le salen las cuentas: clama por el amor y la luz en un mundo que, lejos del claroscuro, tiende cada vez más a lo tenebroso. Y se desmadeja como solo él podría hacerlo. Como en sus mejores momentos de debilidad; que los ha habido, y memorables. Pero que aquí parecen reconcentrarse en intensidades que no recordábamos.

 

Emociona compaginar la escucha de World record con la edición de 50 aniversario del monumental Harvest, aquella obra maestra de 1972 de la que sigue sin sobrar una triste corchea. Es curioso que el joven entusiasta de entonces, el triunfador que saboreaba la gloria y temía a los fantasmas de la vida excesiva, conserve un parecido tan admirable con el viejecito de hoy. Y que aún pueda permitirse, regalarnos y concedernos delirios mágicos y agotadores, como los 15 minutos de éxtasis y vuelo sin motor con Chevrolet. Milagros de los artistas auténticos; esa rara especie que tan poco se estila y tanto echamos en falta.

 

4 Replies to “Neil Young with Crazy Horse: “World record” (2022)”

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