Apela ese tipo bueno y honesto que siempre fue Rubén Pozo al valor de la madurez, una circunstancia vital ineludible (salvo catástrofe) pero vilipendiada por aquellos a los que las prisas y algarabía de la edad temprana les nublan las entendederas o simplemente les llevan a pensar que quienes les antecedieron no son solo más viejos y acaso más sabios, sino meros carcamales obsolescentes. Frente al edadismo rampante y hasta la tontuna impetuosa, el madrileño de la Alameda de Osuna prefiere soplar las velas del medio siglo desde la serenidad de quien ha conseguido estar en paz consigo mismo y con el legado que va acumulándose durante estas sus ya tres buenas décadas de andanzas. Todo ello contextualiza y agranda el significado de esta colección de canciones serenas, agraciadas y agradecidas, un puñado de buenas páginas con las que Rubén no se propone saldar deudas ni ajustar cuentas, sino solo felicitarse de no acumular sobre la carrocería vital más arañazos de los inevitables. 

Ha querido el ex de Pereza y de Buenas Noches Rose conmemorar una efeméride tan señalada inventándose un término que concede morada a la su nueva condición de cincuentón, aunque la inclusión del numeral, “50town”, quizá no sea gráficamente la más afortunada: más de uno habrá leído y seguirá leyendo “cincuentatáun” antes de que el corte inaugural le corrija la pronunciación al “cincuentáun” de turno. Pero hace bien Pozo en darle lustre, protagonismo y honores titulares a ese corte, porque tiene mucho de manifiesto y emblema, y es, en su sereno tiempo medio y en el encanto confesional, en su discurso de reconciliación con lo vivido y compartido, lo mejor que ha escrito desde quién sabe cuándo. Quizá, incluso, lo mejor que ha escrito.

Esa sensación de paz con uno mismo es la que termina prevaleciendo a lo largo de toda esta quinta entrega del autor de aquel “Eres mi rincón favorito de Madrid” (o de Yo nací para estar en un conjunto, otra irrefutable declaración de intenciones). 50town se ha grabado en directo en el estudio, lo que en su caso se nota y agradece, y le avala el toque cálido, sentido y cariñoso de ese geniecillo grandullón, Ricky Falkner, en el papel de productor y bajista. Pozo nunca ha sido un cantante con pretensiones de excelencia, pero esa autenticidad que tantas veces sigue para definirle adquiere aquí la condición de imperativo categórico.

Puede que Garabato diste mucho de ser una canción ejemplar, pero sí permite esbozar el retrato nítido de un tipo enamorado hasta las trancas. Y quizá nadie en la era digital relegaría hasta la última posición una pieza tan linda como La última canción, pero Rubén ya solo se deja asesorar por su propio instinto. Y hace bien, qué demonios. Solo así seguirá conquistando nuevas ciudades, décadas y estribillos, hace tiempo ya sin urgencias, reproches ni grandes expectativas. Le sienta bien la madurez al antiguo socio de Leiva, y qué bien que haya querido compartir ese íntimo bienestar con todos nosotros. 

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