Cuentan que la mamá de Chris y Rich Robinson ha recibido con alborozo la reconciliación de sus retoños, convertida para la ocasión en la más entusiasta seguidora de estos Cuervos Negros en todo el planeta. Las heridas familiares supuran con más escozor que ninguna otra y suelen presentar cicatrizaciones más complicadas, pero los hermanos han considerado que la alianza de “lo bueno que un día hicimos juntos” (como en la vieja canción de nuestros Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán) bien merecía orillar unas rencillas que en lo personal parecen insalvables. Después de 15 años sin entregar material nuevo, la mera existencia de este Happiness bastards es un regalo y una bendición. Otra cosa es que nos inspire el mismo grado de fervor que a la matriarca, ante la evidencia de que estas 10 canciones ni compensan la larguísima ausencia ni se acercan a la excelencia de las primeras entregas de la banda, hoy aparentemente inalcanzables.
Aquellos muchachos de Georgia que nos volaron la tapa de los sesos con Shake your money maker (1990) y The southern harmony and musical companion (1992) hoy son padres de familia en sus cincuenta y tantos que han de apartar sus disensiones epidérmicas por la causa común del rock duro, sureño y pantanoso. Estos 10 temas de regreso implican, de hecho, un indisimulado empeño por acercarse al espíritu de aquellos dos álbumes fundacionales, sin florituras ni artificios, con toda la intención de sonar básicos, ásperos, sucios e incisivos. Pero igual que Hackney diamonds (2023), de sus queridísimos Stones, es un muy aceptable álbum que no deja de provocar nostalgia por el pasado y la certeza de que la espera prolongadísima no ha sido correspondida por la excelencia, estos Bastardos de la felicidad suponen un reencuentro anhelado y reconfortante, pero no arrebatador. Como si al motor de la máquina le faltara todavía un punto de reprís.
Puede que ese toque final de ardor no haya sabido imprimirlo Jay Joyce, un productor de Nashville cotizado pero algo timorato, que saca todo el provecho al corte más acústico de la colección (el excelente Wilted rose, con la voz invitada de Lainey Wilson) y en cambio se muestra reticente al fulgor en los momentos en que el cuerpo y los tímpanos pedían toda la carne en el asador. Hay momentos espléndidos, como ese rutilante Dirty cold sun en el que el órgano ulula y las voces femeninas arropan el conjunto con un delicioso aroma de góspel. O en el blues canónico, espeso y con armónica incluida de Bleed it dry, al que un mano a mano con Jagger volvería sublime. Pero se echa de menos un cierto suplemento vitamínico a Wanting and waiting, quizá el primer sencillo menos ardoroso en la obra de Black Crowes (por mucho que pretenda seguir la senda de ZZ Top). Y algún estribillo que invite a dejarse la garganta, la voz y el alma en la causa común del rock de toda la vida.
No nos engañemos: Happiness bastards es un trabajo muy disfrutable y, por supuesto, absolutamente alejado de cualquier foco de modernidad o postureo para ampliar el público hacia audiencias jóvenes. Los Robinson se odiarán moderada y cordialmente, pero saben lo que hacen y conocen su oficio como pocos. Pero dentro de unos meses, cuando regresemos a la letra B en nuestros anaqueles, quizá no recordemos con nitidez ninguna de estas 10 canciones. Y esa no es la mejor de las señales.