Resulta doloroso referirlo, pero también el rocanrol y las demás expresiones de la música popular tardaron una barbaridad en salir del armario. Más allá del contraejemplo clamoroso de Little Richard, que con todo merecimiento protagoniza la portada de este fabuloso doble cedé, los artistas homosexuales o cómplices de la causa arcoíris debieron comportarse durante las décadas de los cincuenta y los sesenta con la mesura y recato propios de unos tiempos en los que las relaciones entre personas del mismo sexo estaban penalizadas y estigmatizadas. Y ni siquiera una expresión tan genuina de rebeldía pudo sacudirse esa losa pesada, de manera que las alusiones a la causa LGTBI no podían pasar de la insinuación tácita o la connotación para mentes cómplices y entendidas: a falta de libertades, los códigos secretos y los sobreentendidos se convirtieron, también aquí, en moneda habitual de comunicación para el colectivo.
El ya septuagenario escritor, crítico y presentador televisivo Jon Savage, comunicador y divulgador londinense de amplísimo bagaje y amenidad probada, recorre esta historia agridulce y fascinante a lo largo de 41 canciones que abarcan el primer cuarto de siglo de historia del pop, un amenísimo viaje de dos horas y media largas en el que pasamos del recato pudoroso de los pioneros a la gran eclosión queer de la música disco, un estallido explícito y desenfadado que llevó a las pistas de baile himnos tan clamorosos como aquel I was born this way, un himno hoy semiolvidado de Carl Bean (“Soy feliz, no me preocupo / Nací así, soy gay”) que encontró acomodo en la factoría Motown.
Savage, que nunca ha ocultado su homosexualidad, advierte que no todos los artistas reseñados son gais o lesbianas. La mayoría sí, aunque casi siempre tardaron décadas en explicitar y hacer públicas sus preferencias. Otros sencillamente simpatizaron con la causa o se convirtieron, por motivos a veces inescrutables, en artistas pinchados con frecuencia en locales de ambiente. “El mundo es así de complejo”, se sonríe el recopilador en el interesantísimo libreto de 32 páginas que contextualiza el fenómeno y desmenuza, uno por uno, los 41 títulos propuestos para comprender el fenómeno y su evolución.
En el cancionero solo hay hueco en realidad, y pese al título de la recopilación, para dos cortes rescatados de los años cincuenta: el inevitable y adelantadísimo Tutti-frutti, de Little Richard, y Esquerita and the voola, de aquel Esquerita que era aún más explícito, manierista y escandaloso que él. A partir de Joe Meek, Billy Fury o Frank D’Rone nos adentramos ya en los sesenta, una década de esplendor musical absoluto en el que el armarizado público homosexual hubo de conformarse con las insinuaciones. La maravillosa Lesley Gore, responsable de It’s my party y aquí representada con You don’t own me, tardó años en destaparse como lesbiana, mientras que la extraordinaria cantautora Norma Tanega, que vivió un intenso romance con Dusty Springfield (a la que dedicó un disco íntegro), nunca asomó de los circuitos del underground.
Todo sería muy distinto, sin duda, en cuanto las bolas gigantes de espejos comenzaron a girar y por las cabinas de los pinchadiscos desfilaron LaBelle (Lady marmalade), Grace Jones (I need a man), Michele (Disco dance, un sudoroso maratón de casi 14 minutos), el mencionado Carl Bean o, claro está, Sylvester (I need somebody to love tonight). Pero antes habíamos tenido a la Velvet Underground (I’ll be your mirror) y, evidentemente, Walk on the wild side de Lou Reed, igual que algunas aportaciones muy interesantes de autores heteros pero avanzados: Al Stewart tuvo el coraje de deslizar Pretty golden hair ya en su primerísimo álbum, y la selección tampoco pasa por alto aquel David Watts con el que The Kinks hacían volar la imaginación, para quien quisiera darse por enterado, sobre las virtudes y encantos del muchacho protagonista.
En realidad, hasta la llegada del efímero y desdichado Jobriath (I’maman, 1973), un pionero que pagó cara su explicitud, no era nada sencillo relatar pasiones amorosas entre dos hombres, y mucho menos aún entre dos mujeres. Luego, sí, incluso desde el punk o el rock garajero llegarían aldabonazos como Orgasm addict (Buzzcocks) o, claro, aquel inequívoco Glad to be gay de un homosexual tan talentoso como Tom Robinson. Los ochenta ya serían definitivamente otro cantar, pero impresiona reparar en cómo las conquistas de la diversidad fueron tan lentas y dificultosas incluso en territorios que por espíritu y definición deberían haber sido mucho más propicios.
Me ha dado toque, especial que cites a Jobriath y I’ m a Man un disco que compré de saldo pero en aquellos días del glam Rock donde buscaba la estela de Bowie y donde se compraban los discos a falta de información, por la portada. Lejos de fijarme en la letra de esa canción siempre me pareció buenísima.
Qué bueno el comentario, Magín. Y qué cierto eso de que todos hemos comprado discos en alguna ocasión fiándonos de la intuición y la portada, y cruzando los dedos 🙂 p.s. Ese disco de Jobriath no se encuentra hoy de saldo, precisamente…