La irrupción en la escena del jazz contemporáneo de Hiromi Uehara, a principios de siglo, hacía pensar en la figura de una virtuosa que combinaba su férrea y metódica formación clásica en Japón (a los siete años ya había ingresado en la Yamaha School of Music) con el refrendo contemporáneo de su estadía en Berklee, donde ya empezó a llamar la atención de Oscar Peterson o Chick Corea (con el que terminaría grabando a dúo) y se convirtió en el ojito derecho del sublime Ahmad Jamal, que acabaría ejerciendo como mentor y hasta productor de su primer álbum (Another mind, 2003). Decían de ella que abarcaba todo el espectro entre Johann Sebastian Bach y Sly & The Family Stone, y había algo de cierto en todo ello, aunque durante sus primeras grabaciones siempre quedaba la sospecha de que las ramas de la filigrana emborronaban la visión del bosque de la innovación. Pero a la altura de su ya decimotercer trabajo, en lo que supone un ritmo productivo encomiable, Hiromi está lejos de ser una intérprete habilidosa para comportarse como una artista referencial. Y hasta entra la tentación de pensar en ella como el equivalente frente a las 88 teclas a lo que representó Miles Davis en la década de los ochenta con trabajos como DecoyTutu o Amandla: una pequeña revolucionaria de las miradas panorámicas y los puentes entre el post-bop y otras formulaciones más versátiles como el funk o el soul de nuevo cuño.

 

Este Out there que ahora nos ocupa, una generosa ración de sesenta y tantos minutos que en vinilo cobra forma de álbum doble, supone la consolidación del formato de Uehara al frente de Sonicwonder, un cuarteto endiablado que se presentó al mundo hace un par de temporadas (Sonicwonderland, 2023) e integra al bajista francés Hadrien Feraud, el batería Gene Coye y, sobre todo, el joven y fabuloso trompetista neoyorquino Adam O’Farrill, último eslabón por ahora de una saga endiablada que inauguró su abuelo, el afrocubano Chico O’Farrill. Adam es a menudo el culpable de que nos vengan a la cabeza las evocaciones de Miles, sobre todo cuando la jefa de filas abandona su Yamaha grand piano y se vuelve traviesa delante de los teclados eléctricos. Y entre todos arman un repertorio amigo del vértigo y el cosquilleo en las tripas, abonando acaso la sensación de que nunca la artista de Shizuoka se había mostrado tan intrépida y libérrima como en este periodo de “prodigio sónico” en compañía de sus tres nuevos mejores amigos.

 

Nada mejor para corroborar esa percepción que adentrarse en el tema titular, una suite de media hora repartida en cuatro movimientos, que comprende todo el segundo álbum en la edición de vinilo y que deja la sensación de que Hiromi llega más lejos con Sonicwonder que en ninguna otra de sus propuestas anteriores. Sobre todo si reparamos en el último de los cuatro fragmenos, The quest, una fábula de ocho minutos que comienza con un pie en el rock progresivo, evoca a los Return to Forever de Chick Corea y acaba colocándose a las puertas mismas del ¡góspel! Aunque antes de ello hemos asistido a los endiablados diálogos entre Uehara y O’Farrill en el primer movimiento, Takin’ off, alternando unísonos y contrapuntos, o a los pasajes más sosegados de Orion, la tercera parte, con acaso las aportaciones melódicas más inspiradas de Hiromi a lo largo de todo el trabajo.

 

Antes de ello ya habíamos asistido a la sorpresa de que Hiromi abra la entrega con XYZ, una de sus primerísimas composiciones, aquí retomada quizás para refrendar su fe en este nuevo esqueleto sonoro como una versión mejorada de lo que ha venido ofreciéndonos durante dos décadas. Y nos queda recalar en la maravillosa Pendulum, que se ofrece en versión instrumental y en otra vocal de la mano de Michelle Willis, a la que siempre agradeceremos sus trabajos junto a Becca Stevens y el último David Crosby. Pendulum es jazz-soul sensual, de apariencia calma pero latido cambiante, toda una metáfora del vigoroso flujo sanguíneo que circula por esta hora larga de música para vibrar y contener la respiración.

 

 

 

 

 

 

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