Alex Turner es un genio. Y los genios son desconcertantes y, en consecuencia, impredecibles, inaprensibles, camaleónicos. Más allá de su aspecto externo, que también: cuesta creer que aquel postadolescente esmirriado y con todavía alguna huella rebelde de acné fuera el mismo tipo atractivo y elegantón que daba sobradamente el pego en la portada del último ‘Icon’. La transformación (interior) llega aún mucho más lejos en este esperadísimo sexto álbum de los Monkeys, que nos han hecho esperar cinco años para, además, dejarnos a todos con el paso cambiado. Nada en “Tranquility…” sucede como cabía esperar: no recuerda ni a los ya de por sí variados cinco trabajos anteriores ni a la otra banda de Turner, la ilusionante e irregular The Last Shadow Puppets. Ojo: en realidad este es un disco en solitario de Alex Turner, único rostro retratado en la carpeta interior, solo que es tan buen amigo de sus amigos que no ha querido despedir a unos “monos árticos” aquí relegados a subalternos, a banda de acompañamiento. Y su discurso en primera persona puede sembrar incertidumbre, pero sobre todo pasmo. Alex es el Damon Albarn de la dichosa generación ‘millenial’, un culo inquieto que prefiere lidiar con el error antes que con la rutina. Este disco no es obvio, carece de algo parecido a un single (con la excepción, si acaso, de “Four stars out of five”) y relega las guitarras por el piano, los teclados, los falsetes interestelares. La huella de Bowie es evidente en casi todo, sobre todo en la excepcional ‘Golden trunks’, pero otras pistas más codificadas nos conducen, ¡una vez más!, a los ochenta: la inaugural ‘Star treatment’ comparte ambientación y espectro con el ‘God’ de Prince, la cara B de ‘Purple rain’. Y ‘One point perspective’, con su armonía rebelde y los colchones sintetizados, podría haberse colado en ‘Jordan: The comeback’ (Prefab Sprout). Alex Turner vuelve a sacarnos, en definitiva, de nuestra zona de confort. Él no cree en espacios acotados y, quizá por eso, ha preferido esta vez concederse un garbeo por una base lunar. Es su particular odisea en el espacio y, aunque se nos marche lejos, es obligatorio seguirle la pista.