Hay sorna por toneladas, y casi nunca gratuita, en este grupo que enarbola el sarcasmo desde su propia partida de bautismo: no hablamos de un trío, sino de un cuarteto; no estamos ante una banda femenina, sino que las dos chicas se ven acompañadas por otros tantos muchachos, y quien sospechara de una adscripción geográfica gallega debe saber que esta chavalada sitúa su base de operaciones en la localidad toledana de Talavera de la Reina. Bien está tenerlo claro antes de adentrarnos en el universo gozosamente vitriólico de Sergio Sanguino, un joven observador de la vida con amplias y saludables dosis de mala uva. Un tipo dispuesto a que esbocemos ese tipo de sonrisas que, a veces, se nos quedan congeladas en forma de rictus poco favorecedor.

 

Así se las gasta El mal de la juventud, en efecto: disco fulminante (28 minutos) y crónicas urgentes para tomarle la temperatura a la generación Z y al indie que compatibiliza el bullicio y la cicuta. EPyB tiran siempre de desparpajo, porque no les favorecerían ni un poco los remilgos, y acaban urdiendo un divertido batiburrillo estilístico en el que tan pronto hay hueco para la consistencia garajera (El paso honroso) como ese pintoresco tropicalismo de tierra adentro que convierte La herida en la mejor interpretación vocal del álbum. Por no hablar de la acentuada herencia de Nacho Vegas en la envenenada 12 de octubre, una bufa patriótica (o patriotera) tras la que se esconde una inesperada historia de amor.

 

Es probable que Sanguino no se lo proponga, a juzgar por su espíritu alérgico a las sacralizaciones, pero El mal… termina teniendo mucho de involuntario e inevitable retrato de esa generación a la que el destino se la tiene jurada. Sucede sobre todo en No logo (“Me hizo tanto daño la cita de Tinder que nunca llegó”), que nos muestra a un colectivo no tan definido por la insaciabilidad noctámbula como por el desencanto y el hastío. Y lo refrenda La inmaculada concepción, que le saca una instantánea al fracaso sentimental  –y, más allá de eso, al descreimiento mismo– con un par de sentencias memorables: “Consideras que follar no es lo mío si no tomo algunas copas” y (atención) “Hasta el chino de mi barrio me mira con compasión”.

 

Emilia, Pardo y Bazán mantienen esa pose irredenta que no les hace recelar del desaliño, lo que se traduce en algún pasaje más desafinado de lo que sugiere la prudencia en el caso de Ladrones de cuerpos. Pero su visión de la vida es tan incisiva (“Estoy deseando que te hable todo el mundo en catalán y no sepas qué pensar”, en Ana y Oto) que no podemos dejar de aguzar el oído con ellos. Buena cosa esa de hacerse oír, más aún en momentos de escuchas tan de refilón.

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