Algunos discos cuentan, o al menos sugieren, mucho de su contenido solo con echar un vistazo a la carátula. Antes incluso de arrancarle el precinto a este debut en solitario de Álex Elías, esa presentación preciosa, en evocador blanco y negro, ya deja entrever un universo de melancolías, confesiones e inviernos no solo meteorológicos, sino también temáticos y hasta anímicos. La esencia norteña a la que alude el título se traduce en una colección íntima y confesional, sentida y jalonada de páginas ciertamente hermosas, empezando por esa magnífica “Canción del Pirineo” inaugural que esboza el paisaje global del álbum y sugiere (esas notas largas de la guitarra eléctrica) espacios remotos, bellos e inabarcables. Elías fue líder de los desaparecidos Míster Hyde, promesa inconclusa de la escena zaragozana, y tras la disolución empezó a preparar las maquetas de este estreno junto a Juan Aguirre (Amaral), como puede descubrirse en los cinco cortes adicionales incluidos en la edición física. Lo mejor de Álex, durante todo el disco, es su disposición a abrir las puertas del alma, a primar la sinceridad aunque para ello seguramente haya tenido que doblegar al pudor. Estas diez canciones hablan de anhelos, pérdidas, desazones, tiempos fugaces: de la vida misma. No importa que pueda incurrir en algún ocasional verso más infantil, porque prima la verdad, el pecho descubierto. Y un universo musical electroacústico cada vez más alentador: Elías contamina su habitual latido británico con alguna incursión en el americana (“Tirar la llave”). Y el resultado, en “Craving” o “Un largo todavía”, le coloca en una posición excelente para asaltar los cielos. Ventajas indudables de haber emprendido este peregrinaje a las praderas y las montañas.

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