A Haley Fohr nunca le ha importado que la tomemos por una marciana, porque puede que en gran medida lo sea. Nada es normal aquí, y alegrémonos de que así sea: las singularidades, en tiempos de discursos uniformes, son siempre muy de agradecer. Pero baste decir que este título con forma de desinencia, -io, figura entre las anomalías más insignificantes de un álbum concebido como un reto mayúsculo para las dos partes implicadas, la artística y la oyente.

 

Lo primero poco acorde con las dimensiones que se estilan en nuestro planeta es la tesitura vocal de Fohr, esta mujer de Indiana que opera desde Chicago. Sus cuatro octavas de rango la sitúan en proporciones estratosféricas sin necesidad de que conciba ninguna composición con mirada de contorsionista. Sucede, sencillamente, que es capaz de concretar maniobras inalcanzables para nuestra humilde condición terrícola. Y quizá por eso ha decidido blindarse con un completo despliegue sinfónico; porque los registros agudos y dramáticos de Stranger, por ejemplo, no resultan sencillos de comparar con nada que hayamos escuchado sin circunscribirnos al bel canto.

 

Haley siempre ha jugado a difuminar fronteras, eso es cierto, lo que la hace más imperceptible entre los cazadores de frecuencias sónicas rematadamente hermosas. Tras jugar al despiste durante sus primeros álbumes como diva de indie-folk, este ya sexto álbum la sitúa en una dimensión sobrenatural. Pensemos, por esforzarnos en localizar algún referente, en una Annie Lennox de dimensiones operísticas. En Diamanda Galás con alma de Alison Moyet. En las óperas de Philip Glass (Sculpting the exodus). O, aún mejor, en una Anohni firmemente dispuesta a reventarnos las gládulas lagrimales.

 

La pérdida cruel de una persona cercana sirve como alimento argumental en -io, lo que ayuda a comprender su permanente regusto a tragedia. Pero los dos primeros cortes, Vanishing y Dogma, aportan baterías abrumadoras y una cierta sensación de que la catarsis llegará por el cauce del rock. Es un espejismo. A partir de ahí se desata, pieza a pieza, un crescendo implacable que llega a su culmen en la abrumadora Argument. Cada nota se erige ahí en tragedia hasta que la canción estalla, como un cristal de Bohemia empotrado contra el piso desde lo alto de un rascacielos. E incluye un estruendoso silencio a las tres cuartas partes de su desarrollo.

 

Todo ha resultado tan vívido y tremebundo que el siguiente corte, como para corroborar el armisticio, echa a andar con un arpegiado acústico: Neutron star. Pero la tranquilidad siempre es engañosa en -io, porque tan pronto entra la percusión con porte de redoble militar como vuelven a desatarse cuerdas y vientos, como si tocase constatar la inminencia del apocalipsis. El disco es extenuante, pero único. Y brutal. Prepárense: no escucharemos nada remotamente parecido en todo 2021.

 

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