Después de completar en 2015 su álbum más inane, ligero, vacuo, intrascendente, discotequero y prescindible, nada hacía sospechar que a estas alturas tuviéramos ocasión de recuperar la fe en Coldplay. Más aún después de comprobar que la prolongación de 2017, un EP de cinco temas, reincidía en las mismas características de policromía irrelevante, agravada por la absoluta falta de inspiración en el repertorio, incluso en su contexto de repertorio para el entretenimiento despreocupado. Pero a A head full of dreams y Kaleidoscope les sucede ahora un disco no mucho más sólido sino sencillamente mayúsculo, la obra más ambiciosa de los ingleses y hasta puede que la mejor, lo que supone colocarnos a la altura de aquellos Parachutes (2000) y A rush of blood to the head (2002), dos hitos que solo desde la miopía o la estulticia podrían ahora mismo ponerse en duda.

 

Frente a la nadería reciente, esa eclosión de fuegos de artificio con mucho color y desaparición instantánea, Coldplay nos colocan encima de la mesa un disco doble (al menos nominalmente: su duración no alcanza los 60 minutos), en blanco y negro, sorprendente e inimaginable desde el primer segundo; plural, diverso, de inspiración dispar y desbocada, riquísimo, pletórico, repleto de ideas, hallazgos, guiños y matices, comprometido con el arte, la política y el mundo que nos ha tocado en suerte. Everyday life encierra tantos ingredientes y se sale tanto del guion que pudiéramos prever que solo nos queda desentrañarlo, arañar cada una de sus aristas, hundir los cinco sentidos en sus meandros, asombrarse de que ninguno de sus paisajes resulte fácil o manido.

 

Nadie concebiría una composición instrumental para cuarteto de cuerda como primer corte en un disco de la banda más bombástica y reventadora de estadios, pero eso es Sunrise. Hay otro corte sin palabras hacia el final, un solo de piano chopinesco que no habría desentonado en un álbum de George Winston. A nadie se le habría ocurrido que Femi Kuti compartiera estudio de grabación con Chris Martin y compañía, pero el solo de saxo del nigeriano en Arabesque es de lo mejor que podremos saborear en todo este 2019. No contábamos en una inmersión en el góspel tan profunda como la de Broken ni en la profusión de otros coros de todo tipo, sudafricanos o árabes, ni en la boyante utilización de efectos callejeros sonoros o en grabaciones documentales que remiten directamente a Pink Floyd y Roger Waters.

 

Nunca Chris Martin había puesto tantos dedos en tantas llagas como con Trouble in town, la breve y fabulosa Guns (casi canción protesta, más bien enfadada, de guitarra y voz) o esa virguería titulada Orphans, que tras su contagiosísima eclosión sonora encierra toda una toma de postura en torno a la tragedia siria. Pero aquí hay, insistimos, muchísimo que escuchar y poco o nada que orillar como sobrante.

 

Coldplay se ha olvidado de las emisoras y los estadios para comprometerse con ellos mismos y su capacidad de conmover y hasta de modificar el orden de las cosas. Y no, no podemos bajar la guardia hasta el último segundo, porque tanto el medio tiempo Champion of the world como la balada ambient (Everyday life) que cierran el trabajo vuelven a figurar entre los mayores logros del cuarteto en sus dos décadas de operaciones. Bravo.

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