Pocas bandas han sabido expresar mejor la sensación de efervescencia y bullicio que los Dexys Midnight Runners, una formación que siempre contó con Kevin Rowland como epicentro y motor, pero en la que abundancia de efectivos –esa salvaje sección de metales– permitía constantes ramalazos de algarabía. Rowland era el histriónico hermano mayor en una banda que se presentaba con un estilismo entre callejero y zarrapastroso: la quintaesencia misma de la inmediatez a pie de acera, de unos aparentes vagabundos que en realidad disponían de cualificación y mundología. Y que se permitían abrir su primer álbum con medio minuto de sonidos de un sintonizador que busca una frecuencia propicia (¿no es Smoke on the water eso que se escucha de lejos?) hasta que el dial recala en la vitamínica Burn it down.

 

Era, lo advertían ellos en el mismo título, la búsqueda de la rebeldía juvenil, de ese punto de suficiencia incontestable a la que solo nos atrevemos cuando somos unos mozos pretendidamente brillantes, pero también, y eso ya sin duda, incautos. Los Runners eran contestatarios como sus hermanos mayores del punk, pero su arma no era el ruido sino la finura instrumental. Por eso el influjo bullanguero del northern soul era una constante a cada rato; en Tell me when my light turns green, sin ir más lejos. O en la despendolada Thankfully not living in Yorkshire it doesn’t apply (un título que se adelanta al pintoresquismo de Morrissey a la hora de bautizar los temas). Y en la fantástica Seven days too long ya de manera más explícita, por tratarse de la versión del clásico que rubricaba Chuck Wood.

 

Era solo una de las muchas alusiones melómanas al primer nivel. Todos recuerdan este debut por Geno, ese single bullicioso y hasta algo tabernario que se convirtió en inesperado número 1 británico. Pero no todos localizarían en la memoria la figura de Geno Washington, un cantante de Indiana con my humilde presencia en las listas de éxitos durante los años sesenta. Y a nadie, en mitad de tanto trajín y bullicio, colocar una pieza instrumental, The teams that meet in caffs, en un lugar tan destacado como el tercer corte. Pero era tan buena que nadie encontró motivos para el disgusto.

 

¿Y qué decir del resto? Que es un vicio. I couldn’t help it if I tried exhibe un falsete muy soul junto a la repetición compulsiva de palabras a la manera de Van Morrison, un padrinazgo espiritual que se haría manifiesto cuando el siguiente álbum, el mucho más exitoso Too-rye-ay, deslizara una recreación muy celebrada de Jackie Wilson said. Y así hasta que cae el telón con There there my dear, andanada de Rowland contra la “deshonesta escena musical”. Cosas de geniecillos geñudos; incorporémonos al bullicio y no se lo tengamos muy en cuenta.

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