Siempre nos gustó, y mucho, Emmylou Harris. Cómo podía ser de otra manera. Incluso el tiempo ha sido más indulgente de lo que cabría prever con aquellos discos suyos de los años ochenta (White shoes, The ballad of Sally Rose) que en su día parecían desubicados y erráticos, hasta que llegó la drástica y memorable reinvención a partir de Wrecking ball (1995), fascinante puesta al día con la intermediación de ese hechicero sonoro que siempre fue Daniel Lanois. Pero no se puede evitar la predilección por este primer disco, cuando Emmylou era, simple y llanamente, un ángel.

 

El áurea celestial de la portada, el propio título del álbum, lo dicen todo. Harris iba a cumplir 28 años, era dueña de una voz prístina y bellísima y se enfrentaba al debut para el sello Reprise poco después de haber perdido a Gram Parsons, maestro y mentor, otro ángel (en este caso, caído) para el que había grabado unas soberbias segundas voces en los dos discos que le dio tiempo a terminar, GP y Grievous angel. ¿Podría retomar el vuelo la dulce princesa de Birmingham, Alabama?

 

Vaya que si pudo.

 

Pieces of the sky se convirtió, de hecho, en un compendio reconcentrado de todo lo que Emmylou era hasta ese momento, una intérprete privilegiada y con una visión ecléctica de la herencia campestre. Picoteó en los cancioneros de Merle Haggard (Bottle let me down), Dolly Parton (Coat of many colors) o Rodney Crowell (Bluebird wine), arrasó con su precioso tributo a los Louvin Brothers (“If I could only win your love”) y marcó el sendero con For no one para muchas posteriores lecturas country de los Beatles: ella misma repetiría al disco siguiente con una fantástica Here, there and everywhere, demostrando, de paso, un olfato que muchas décadas después refrendaría el propio McCartney cuando señaló esa pieza, justo esa, como la mejor de entre sus cientos de composiciones.

 

Con las mismas, Emmylou conoció en estas sesiones a Brian Ahern, que se convertiría en su segundo marido y productor para los diez elepés siguientes. Y firmaría de puño y letra Boulder to Birmingham, su tributo a Gram. Era todo tan hermoso que ahora, tantos años después, sigue sin marchitarse. Igual que la disyuntiva clásica entre Emmylou y Linda Ronstadt: imposible decantarse por una, determinar con precisión científica quién era dueña de una voz más celestial.

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