Hay discos agradables, meritorios, dignos de sonar ante nuestros oídos. Hay, ya en número más restringido, discos asombrosos, embriagadores, obras que enriquecen nuestro humilde ecosistema, ejemplos afortunados de la capacidad del ser humano para generar belleza por encima de la mediocridad, la avaricia o el rencor. Y hay, por último y en porcentaje ya casi residual, discos que son auténticos bálsamos. Este, sin duda, lo es, como en realidad lo son las apenas treinta y tantas canciones que tuvo tiempo de rubricar su autor antes de aquel final tan tempranero, injusto, malhadado.

Nick Drake fue por delante de todos sus contemporáneos y aún hoy, más de cuatro décadas después de su marcha, sigue regalándonos lecciones tan fascinantes y poderosas que apenas alcanzamos a interiorizar sus contenidos pasmosos. No fui un descubridor precoz de Drake, del que nada leí ni nadie me habló durante mis balbuceos melómanos, cuando anotaba en una libreta nombres y títulos que escuchaba por la radio, casi siempre en un inglés de parecido remoto con la realidad, o recortaba portadas de discos que por algún motivo intuía prometedores de los que iban apareciendo en el boletín del Discoplay. Solo puedo confesar ahora que la primera vez que escuché de un tirón Five leaves left, ya con veintipocos, me quedé tan conmocionado que aquella tarde apenas fui capaz de articular palabra.

No sé cuántos ejemplares de ese álbum habré comprado para regalar; no acierto a imaginar cuántos cientos de veces lo habré escuchado desde entonces. Drake era intrigante ya desde la portada, guapo pero meridianamente ausente, elegante pero desvalido a la vez. Muchos temas de aquella superlativa obra maestra (a menudo desayuné en una taza de loza donde reproduje su portada, y así lo seguí haciendo hasta que por accidente se me resquebrajó) se recogen en esta preciosa antología que hoy quería invocar y evocar, pero sobre todo sugerir. Quizá ni siquiera sea la mejor, porque no puede serlo en ausencia de Saturday sun, que para mí no es solo debilidad sino, seguramente, obsesión. Pero al menos aparece Northern sky, otra de esas obras de cuatro minutos escasos que te pueden cambiar el curso del día, de la tarde, de la mismísima vida.

Nunca sabremos qué podría anidar aún en aquel cerebro asombroso y atormentado. Solo intuyo, o más bien sé, que dentro de cien años alguien tomará entre sus manos este ejemplar en vinilo, si aún existe, y pensará: cuánta vida en él, cuánto vivieron los que tuvieron la ventura de escucharlo.

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