No era fácil acordarse de Rustin Man, que solo constaba como aliado de Beth Gibbons en “Out of season”, disco maravilloso que se remonta a 2002. Después de este álbum, lo imposible será olvidarle. Paul Webb, el hombre detrás del alias, reaparece con nueve canciones tan ricas, sutiles, intensas, fascinantes y, en último extremo, imperecederas que parecerían haber estado en proceso de maceración durante estos 17 años. “Drift code” es inmortal en temáticas (la congoja vital, los conflictos entre el bien y el mal), pero más aún en su arquitectura sonora, basada en plegarias casi siempre solemnes, a veces con apariencia de oratorios con guitarra eléctrica (“Brings me joy”) y en todo momento fascinantes por su minuciosidad, por la profusión de detalles exquisitos, de sonidos e instrumentos que enriquecen el conjunto casi sin que seamos conscientes de su existencia. El nivel es tan extraordinario como para que nos vengan a la cabeza desde unos Doors menos marcados por los ácidos (ese arranque de “Our tomorrows”) hasta uno de los grandes gurús del pop de vanguardia, David Sylvian, que adoraría firmar una obra maestra como la hermosísima “Vanishing heart”. Y Bowie, siempre Bowie: aquel Duque Blanco maduro y en estado de gracia que podemos datar en torno a “Heathen” (2002). Todo ello sería suficiente para seducir, pero aún falta agregar el portento vocal de Rustin, dueño de una garganta versátil y repleta de matices: en ocasiones frágil y quebradiza, pero con una tesitura grave también arrebatadora. Y así es como descubrimos que en Talk Talk, la banda de donde proviene este Paul Webb, no era Mark Hollis ni el único genio ni el único hombre acongojado de la plantilla. Escuchemos “The world’s in town”, por ejemplo, y claudiquemos ante la belleza.

 

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