Casi ninguna alianza resiste al paso del tiempo, ni siquiera las que parecían más indestructibles. Tampoco en el ámbito artístico, donde las fidelidades pueden sucumbir al vanitas vanitatis en cualquier momento. Por eso la principal novedad en el undécimo álbum de los escoceses Teenage Fanclub no proviene tanto de sus contenidos como de la alineación. Con la partida (amigable) en 2018 del muy esencial Gerard Love, el habitual triunvirato de voces y autorías queda reducido ahora a un mano a mano entre Norman Blake y Raymond McGinley. Ambos son escritores acreditadísimos y han dispuesto de tiempo suficiente para rubricar una nueva docena de páginas estupendas, pero es difícil sustraerse a la nostalgia de aquellos combates a tres bandas en que se convertían las entregas de los Fanclub.
Blake siempre tendió más a la melodía instantánea y McGinley suele ser más propenso a la escritura intrincada, pero los dos parecen esta vez inmersos en un periodo de mayor crudeza, turbulencias y oscuridad. No estamos habituados en los desarrollos de la banda a digresiones instrumentales y codas tan extensas como la que enarbolan enarbolan en el tema inaugural, Home, que acaba prolongándose hasta los siete minutos contra todo pronóstico. Y no es hasta el quinto corte, el adorable pero demasiado breve The sun won’t shine on me, cuando nos enfrentamos ante una de sus tradicionales baladas de guitarra arpegiada y voces en armonía, en esa estela de los Byrds y demás paradigmas del folk-rock sesentero que nuestros amigos siempre enarbolaron como su sonido más distintivo.
The sun… acaba sirviendo como punto de inflexión en el desarrollo de un álbum que hasta ese momento prima las guitarras más distorsionadas, y hasta un punto garajeras, y en su segunda mitad se entrega a una placidez deliciosamente cándida y la reivindicación de la belleza como el principal motor para la vida. La maravillosa I’m more inclined coloca el foco en el órgano de Euros Childs, integrante de Gorky’s Zygotic Mynci y un grandísimo fichaje con vista a los directos de la banda. Pero las grandes joyas de la corona son In our dreams, un medio tiempo a la vez tierno y guitarrero, y la perfectísima Back in the day, una de esas canciones en las que todo encaja al milímetro y nos reconciliamos hasta con el paso del tiempo.
Tres décadas largas, ya que mencionamos el calendario, acreditan TF en ese compromiso tan suyo con la música bonita, un patrón tantas veces reiterado cuando Glasgow figura en el remite. Cada vez parecen más remolones en las comparecencias, con discos solo cada cinco o seis años en este nuevo siglo. La ausencia de Love no ayudará, previsiblemente, a mejorar la media, así que deleitémonos con primores tardíos como Living with you. Y ojalá sirva como declaración de intenciones para el futuro.
Mucho tiempo desde aquellos lejanos 90 con el famoso “A catholic education” y el increible “Bandwagonesque”. Siguen siendo unos increibles forjadores de melodías. Grupo entrañable que nunca falla. Un saludo.
Muy de acuerdo, Carlos. ¡Salud!