Recuerdo bien el impacto de Songs from Northern Britain el día que el primer ejemplar promocional aterrizó en la redacción de El País de las Tentaciones, por entonces el epicentro de la modernidad en la prensa cultural española. Supuso ya su quinto álbum, pero los escoceses no eran exactamente la consabida banda de culto, sino más bien un grupo poco y mal conocido. Songs…cambió ya para siempre esa consideración, además de modular y recolocar la personalidad de los Fanclub. Si a la altura de A Catholic education (1990) o Bandwagonesque (1991) aún lidiábamos con una formación ruidosa y alborotadora, aquí se abre definitivamente paso el perfil del trío como la conjunción estelar de tres (colosales) autores de canciones: Norman Blake, Gerard Love y Raymond McGinley. En 1997 se habían amortiguado ya los ecos del grunge, un movimiento mucho más circunstancial que el gusto por las armonías vocales y los tratamientos acústicos de The Byrds, la primera referencia que se viene a la cabeza al escuchar I don’t want control of you, Ain’t that enough yYour love is the place where I come from.Tres canciones inolvidables e históricas, tres, en la misma colección: aunque solo fuera por eso, ya nos encontraríamos ante un trabajo de vigencia perenne. No mucho después llegaría 31 canciones, el ensayo de Nick Hornby sobre las canciones como razón de ser y de vivir, como brújula para comprender y hasta soportar el mundo; y resultaba que las dos últimas, Ain’t that… y Your love…figuraban en la selección. Los chicos de TF enarbolaron el oficio de cancionistas y salieron vencedores, ya para siempre. Llegarían con los años otros discos buenos, incluso muy buenos de los de Glasgow (siempre Glasgow), pero todos asumimos de antemano que este era imbatible. Tanto como su declaración de amor a un ecosistema geográfico y sentimental, el de las tierras escocesas. Tanto como insistirle a tres voces a la persona a la que amas: “No quiero tener el control sobre ti”. La crítica en Tentaciones se ventiló, por cierto, con cinco estrellas sobre cinco. Lo recuerdo bien. Era muy inusual entonces, porque aquella redacción ejercía como guardiana de las esencias y nunca se privaba, dado el caso, de afilar el colmillo. Pero nadie rechistó con la calificación. Sabíamos, o intuíamos ya, que no había nacido un simple elepé, sino un compañero para el camino.