Guau, qué bueno desempolvar un vinilo de The Cars, aquellos pilluelos de flequillos cardados y estilismos imposibles. Puede que la portada no sea, ejem, de las que entusiasmaría a Leticia Dolera; conste que a mí tampoco, además de perpetuar el burdo arquetipo de coches-y-chicas del que años más tarde se burlarían Prefab Sprout en la maravillosa “Cars and girls”. Pero la aguja se posa sobre el primer corte, este resulta ser “Let’s go”, con su gancho chirriante e irresistible, y hasta la cafetera parece avivar el ritmo del agua hervida en la cocina adyacente. Siempre me sedujo, y divirtió, el timbre de voz de Ric Ocasek: perezoso, chillón, guasón, un pelín histriónico. A él no le canonizarían en ninguna academia, como tampoco habrían admitido a David Byrne, del que seguramente tanto aprendió. Con un curioso matiz: los de Boston acabarían disfrutando de mayor éxito comercial que Talking Heads, incluso que Blondie. “Candy-O” podría ser el típico “difícil segundo álbum” después de un debut tan absolutamente arrollador como “The Cars”, pero el quinteto resolvió el dilema con una fulgurante colección de clásicos burbujeantes. Estos 36 minutos (que se pasan tan deprisa como si fueran un cuarto de hora) suenan divertidos, despendolados, sucios, grasientos, trepidantes: la intersección perfecta entre las píldoras de tres minutos de la new wave y el descaro altivo del primer punk. Los teclados resultaban a menudo delirantes (“Lust for kicks”), el rijoso Ocasek podía adoptar una pose robótica (“Double life”, el tema central) y Benjamin Orr lo coloreaba todo con unas segundas voces no menos inconfundibles que las de su jefe de filas. No hay altibajos aquí, ni siquiera en una cara B seguramente más adictiva aún que su antecesora: solo cinco tipos dispuestos a quemar los garajes y erigirse en la versión menos “arty” y más gamberra de los Roxy Music iniciáticos. Otros, por cierto, que también habían recurrido a las damas de curvas pronunciadas para ilustrar sus carpetas…