Cada nuevo álbum en directo de Tom Petty es un portento y, a la vez, un dolor: su pérdida, aquel 2 de octubre de 2017, fue tan inesperada que aún tendemos a pellizcarnos para asumir su inevitabilidad y la certeza de que no volveremos a verlo sobre ningún escenario, allí donde se volvía expansivo e inexpugnable. Porque Petty era un raro ejemplo de creador prolífico y generoso que se volvía insaciable sobre las tablas, que aprovechaba la magia de ese contacto físico y temporal irrepetible para propiciar episodios únicos, singulares, diferenciados.

 

Partiendo de esas premisas, resulta que el propio Thomas Earl Petty aseguró, mientras se despedía de los espectadores en esta residencia de principios de 1997 en el mítico Fillmore de San Francisco: “Todos percibimos que quizá nos encontramos ante nuestro momento más alto como banda”. Un cuarto de siglo más tarde, cuando al final conocemos con detalle lo que sucedió aquellas noches, resulta sumamente difícil quitarle un átomo de legitimidad a esas palabras.

 

Petty y sus Heartbreakers decidieron concederse 20 noches de estancia en el Fillmore entre el 10 de enero y el 7 de febrero. El genio de Florida había sufrido el año anterior una latosa lesión en el brazo por un accidente mientras practicaba kickboxing y le estaba costando recuperar músculo, en todos los sentidos. El maratón en el emblemático local del bulevar Geary debía servir para resarcirse, probar nuevo repertorio, entrar en calor, evaluar cómo de consolidada estaba la mejoría física. Todas las entradas se agotaron enseguida, pero el ambiente de intimidad y estrecha cercanía con los espectadores propiciaba las salidas de guion, la espontaneidad, la puerta abierta a lo inesperado. La banda decidió que cambiaría el repertorio todas las noches, sin excepción. Envalentonado, Petty ordenó que se grabasen íntegramente las seis últimas actuaciones, por lo que pudiera suceder. Y aconteció, ahora al fin lo sabemos, que aquella gente acarició la gloria.

 

Tom siempre fue un músico de mirada panorámica y conocimientos enciclopédicos, aunque tendamos a circunscribirlo al rock americano clásico. Le encantaba honrar a sus ídolos deslizando versiones muy eclécticas en sus comparecencias, pero nunca se permitió tantos homenajes como en esta memorable tanda californiana. Más de la mitad de los cortes de este Live at Fillmore 1997 corresponden a temas ajenos, lo que da idea cabal de generosidad y del espíritu indagador, libre y desinhibido que se instaló entre los Rompecorazones durante esas cuatro semanas con el motor a pleno rendimiento.

 

Hablamos, eso sí, de la edición de los conciertos en formato de doble CD, una presentación soberbia, intensa, trepidante y sin mácula. Los muy adictos a la causa pueden optar por la versión cuádruple, que quizá resulte algo extenuante. Aquí disponemos de dos horas y pico de disfrute absoluto. Petty agasaja durante tres temas a su “mentor”, Roger McGuinn, a quien demuestra admirar tanto como para casi fundirse en una sola voz. Muestra su devoción por John Lee Hooker, que aporta un poco de sal y pimienta de blues para Boogie chillen. Y demuestra disfrutar como un chiquillo con las versiones descomplicadas de sus grandes debilidades históricas, de Dylan a los Everly Brothers, de los Kinks a Van Morrison o los Stones: Satisfaction suena más rutinaria, pero Time is on my side es uno de los superlativos puntos culminantes de la colección. Igual que Call me the breeze (J.J. Cale) o Ain’t no sunshine, versión del ídolo más inesperado en la nómina, el gran Bill Withers.

 

Por lo demás, los escasos clásicos de la discografía propia suenan rutilantes y relucientes, desde Free fallin’ a Listen to her heart o la estupendísima lectura acústica de American girl. Pero nada tan delirante y desenfadado como Heartbreakers beach party, una colosal gamberrada sonora que demuestra cómo de hermanados y desinhibidos estaban los muchachos en aquel invierno pletórico. Duele añorarlos, sin duda, pero maravilla recuperar de nuevo aquella portentosa alineación de planetas.

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