En apariencia, si nos fijamos en los detalles externos, parece latir cierta vocación transformadora. Es imposible, sobre todo, no reparar en esa portada, que más parece anunciarnos un disco de Jean-Michel Jarre o algún compositor new age que de un genio de la guitarra flamenca. Y luego, los amagos de actualizar la firma: cuentan que, a sus 48 años, el gran Juan José Heredia creyó llegado en momento de prescindir del Niño en el apodo artístico y rubricar este álbum solo como Josele, aunque por suerte le convencieron a tiempo de que dejase la firma tal y como siempre la habíamos conocido. Porque Juanjo será siempre Niño Josele, así transite por la dulce madurez presente o alcance la sabiduría de la edad veterana. Y porque Galaxias, más allá del título, la apariencia y el amago con la denominación, es quintaesencia de su guitarra flamenca y su magisterio ecléctico y plural hasta los tuétanos.

 

El gran regalo de Galaxias llega a modo de punto de partida, con esos nueve minutos de tema titular compartido –Dios bendiga a Josele por estas sorpresas– con el eterno y ya eternamente añorado Chick Corea. Al gran renovador del piano jazzístico contemporáneo le perdimos en febrero de 2021, pero el almeriense atesoraba este mano a mano entre su guitarra y el sintetizador Moog para una rumba que a ratos suena flamenca y, en otros momentos, cruza el charco y se latiniza. Puede que no sea la mejor alianza entre ambos genios, que ya se encontraron y desmelenaron juntos en torno al Spain del de Massachusetts o al mismísimo Concierto de Aranjuez. Aquí hay más de improvisación canónica y ejercicio estilístico, a buen seguro, pero no deja de ser un toma y daca entre dos mentes privilegiadas.

 

Las mayores joyas de estas Galaxias, aquellas que elevan la media del álbum hasta su órbita celestial, son en realidad las que propician las otras dos firmas invitadas. Rosario la Tremendita sublima la melancolía que late, asoma y acaba desparramándose por Ausencia, una pieza en la que, como en Caballo andaluz y Te recuerdo, aflora el recuerdo de la figura paterna, ese Josele al que se lo llevó el cáncer justo cuando el virus y el confinamiento nos sacudían la vida y el ánimo. Y aún más ajena a fronteras y restricciones resulta ser No pasa nada, donde Rubén Blades ejerce con naturalidad como sumo sacerdote de la salsa mientras el Niño juguetea y caracolea a su vera.

 

No le ha dado tiempo a Juan José para que en su contador figuren los años luz, evidentemente, pero hay muchos kilómetros acumulados a sus espaldas desde aquella Calle ancha con la que debutó y le conocimos, y ya admiramos, justo en mitad de la década de los noventa. Todo era más dulce y sencillo por entonces, porque la vida juega a acostumbrarnos a la sonrisa antes de que nos veamos súbitamente abocados a convivir con los llantos. Pero todo ese proceso de aprendizaje, en lo humano y en su traslación artística, acaba expresándose justo en monumentos como La vida, tan contemplativa al comienzo y palpitante y flamenquísima en su desarrollo. O en La graciosa, con la divina flauta de Jorge Pardo aportando siempre sus pinceladas de color. Contribuyendo a expandir aún más las fronteras de ese planeta Josele en el que caben jazz, flamenco, rumba, salsa o Stravinski, y todo ello desde la humildad y humanidad de quien nunca ha pretendido ejercer ningún modo de expansionismo.

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