Cuesta trabajo creerlo, pero hemos repasado las cuentas y creemos no equivocarnos: Guadalupe Cribeiro Galego, aquella criatura que irrumpió a finales del siglo pasado en las filas de Berrogüetto (por intermediación de su hermano, el acordeonista Santi Cribeiro) cuando apenas había alcanzado la mayoría de edad, ha superado ya con creces el primer cuarto de siglo de oficio musical, celebró el año pasado la emblemática barrera de la media centuria y está en condiciones de regalarnos su ya ¡octavo! elepé en solitario, a los que deberíamos sumar los de su inolvidable banda de origen y los proyectos colaterales de Nordestinas y aCadaCanto, por no hacer aún más extensa la lista. Y es a estas alturas cuando este Pélago. Contos oníricos se incorpora a su currículo como un álbum pequeñito, en la mejor acepción del término; íntimo y hasta ensimismado, bello y a ratos endiabladamente hermoso. Tan peculiar y atípico, incluso para los parámetros de su firmante, como necesario.
Guadi se apartó hace mucho de las directrices del folk (que bajo su nombre solo fue protagónico en el sensacional Benzón, de 2009), pero en el caso de Pélago también se aleja de tentaciones electrónicas y, en general, de toda opulencia sonora para recrearse en una belleza replegada y ensimismada. Sus cuentos son cantos interiores que acaban cautivándonos como oraciones, una sensación que los siempre sugerentes Vic Moliner y Pau Brugada acentúan con su producción de terciopelo: suave, etérea, sutil. Indiscutiblemente linda.
Es bajo estas coordenadas como la carismática cantautora de Cedeira (A Coruña) despliega un cancionero delicado en forma pero intenso en su vigor emocional. Galego opta por reunir un número reducido de páginas, nueve, y un minutaje incluso más modesto, por debajo de la media hora, para cantarle de manera redundante al mar como metáfora de refugio y liberación, como puerta de entrada a ese mundo onírico en el que las sirenas y la infancia nos sirven de cobijo. Las suyas son canciones que en esta ocasión crecen despacio, a partir del arrullo del piano y los sintetizadores. A modo de una suerte de suite marinera que, por supuesto, lo es solo de manera figurada. O libérrima, porque ya sabemos que Guadi no se atiene a patrones. Nin falta que fai.
Las bellas aportaciones vocales de Ramón Mirabet (Galerna) y Luis Fercán, en ese Bailar que sirve casi como himno de despedida, representan el complemento masculino a una obra matriarcal, orgullosa y necesaria. Guadi opera desde una personalidad singular y desprejuiciada, quebradiza en apariencia y vigorosa bajo su caparazón. Es muy emocionante ir desentrañando las sucesivas capas que envuelven estos cantos de oleaje, pasión y vida, una sucesión de salmos en los que la contención esconde la llama. Agua y fuego: dos en uno.
Pero qué bonito ese “bailar” …. gracias Fernando
Siempre gracias a ti por tu amabilidad…