Los discos orquestales de pop son una práctica tan recurrente como dudosa, un esfuerzo por compatibilizar lenguajes en el que con alguna frecuencia se incurre en paradojas, incongruencias y contradicciones: las dos partes no tienen muy claro cómo actuar, acostumbran a mirarse con una mezcla de timidez y recelo, desconfían de las aportaciones del prójimo y no acaban de relajar la musculatura ni disfrutar de la experiencia. Son abundantes los ejemplos de ententes tan voluntariosas como envaradas: el artista pop pretende atribuirse un ringorrango atildado que no le favorece, mientras que el escuadrón de violinistas finolis apenas son capaces de disimular su solo relativo aprecio por tan circunstanciales compañeros de escenario.

 

Todo ello es bastante cierto, al menos como marco genérico para unas relaciones presididas tradicionalmente por las suspicacias. Pero la norma, como no podía ser de otra manera, ha de contar con excepciones. Y la de esta incursión de James en ese universo del atril, la partitura y la pajarita es una de ellas. De las más clamorosas.

 

En el fondo, la ya de por sí nutrida formación de Manchester integró casi de partida la inspiración sinfónica en su código genético. Lo suyo ha tenido desde siempre una aureola de pop sinfónico en ausencia de orquesta. Da igual que no conociéramos hasta ahora Laid, Top of the world o Say something con oropeles orquestales, porque aquellas ya eran páginas de pop enfático, pomposo y trascendental, contaban en espíritu con hipotéticas secciones de cuerda a las que se les olvidaba comparecer en el estudio de grabación. Era, digámoslo así, pop orquestal en elipsis, de manera que este encuentro con una sección orquestal de 22 integrantes (Orca 22), a los que se suman las ocho voces del Manchester Inspirational Voice Choir, materializa por fin una posibilidad que con el paso de los lustros se había convertido en alternativa clamorosa.

 

En total, sumando al noneto de partida, son 39 artistas los que convergieron el pasado 10 de julio de 2023 en el Odeón de Herodes, el histórico anfiteatro al aire libre junto a la Acrópolis de Atenas. Era una ocasión irrepetible en un marco incomparable, como habría escrito cualquier cronista clásico. Y, dejémoslo bien claro, Tim Booth y los suyos no desaprovecharon la oportunidad. Porque Live at the Acropolis refrenda las expectativas y ofrece dos horas holgadas de un recital que aspiraba de partida al éxtasis y termina resultando apoteósico. Y todo ello, sin trampas, maquillajes ni triquiñuelas: “Absolutely no fucking overdubs on this recording”, certifica el orgulloso anuncio de la contraportada para dejar claro que escuchamos la obra tal y como aconteció, sin correcciones o mejoras a posteriori.

 

Booth es un hombre de aspecto singular, intensidad emocional acreditada y muy bella voz cálida y solemne, y se le nota disfrutar tanto en cada fraseo que a ratos nos preguntamos cómo ha tardado tanto en procurarse una oportunidad de estas características. Quizá la formación mancuniana no quiso extraer de la baraja el comodín orquestal hasta que la ocasión fue tan magnificente como la de esta cita ateniense, pero las ansias y expectativas eran tan elevadas que la intensidad salta al oído desde la primera de las 26 canciones. Live at the Acropolis es pop engrandecido y apoteósico, pero no engolado. Y aunque hay ejemplos de reinvenciones radicales, como ese Sit down que se ralentiza y se vuelve trascendental frente al adorable chispazo instantáneo del original, lo más habitual es que las canciones no pierdan su esencia, sino que ganen en la excelencia del ropaje. Debería servir como ejemplo este doble elepé sobre cómo integrar la música clásica en la popular, aunque ya avisamos que pocos repertorios como el de James –y más aún después de tres décadas largas de álbumes entre los que escoger– son tan propicios para que la orquesta se haga hueco sobre las tablas.

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