Nadie como Miguel Ríos ha alcanzado la condición de indiscutible en la historia de la música popular en España, con las únicas y probables excepciones de sus más estrechos y distinguidos coetáneos: Serrat, Sabina, Víctor Manuel. Por eso a nadie importó que faltase hace unos años a su palabra de retirarse de los escenarios con aquella gira de despedida que nos retrotrae hasta ¡2010! y cuyo recuerdo hoy suscita sonrisas cómplices: no tenía edad el granadino de colgar las botas, y no hay mejor demostración de su longevidad artística que esta magistral exhibición de músculo, perseverancia y resistencia que vivimos durante dos noches de marzo de 2022 en el WiZink Center madrileño y que ahora cobra naturaleza de documento decisivo en forma de doble cedé con deuvedé, y en una edición que, por dimensiones y cuidado, adquiere también una naturaleza apoteósica.

 

No es para menos el esfuerzo editorial, puestos a legar un documento de valor histórico y artístico incalculable. Los recitales del 11 y el 12 de marzo no solo servían para celebrar el 40 aniversario de la grabación del Rock & Ríos primigenio, probablemente el doble álbum en directo más relevante y difundido en la historia del rock español, sino que también invitaban a celebrar el sexagésimo cumpleaños discográfico de aquel chavalín tímido e inquieto de Granada que se afincó en un Madrid anodino, gris y hostil y consiguió sacar adelante su sueño a fuerza solo de talento, tesón y suerte, sin padrinazgos ni favores de ningún tipo. La biografía de Miguel tiene mucho de épica y de resiliencia, pero este 40 años después no es, para nada, un episodio menor, ni de interés solo testimonial ni nostálgico. Al contrario, supone un ejemplo admirable de pundonor y longevidad artística por parte de un hombre que, a sus 77 años en el momento de la grabación, conserva buena parte de su poderío vocal y, desde luego, todo el magnetismo escénico y la capacidad de convocatoria.

 

Este festín de dos horas largas sobre el escenario se convierte así en una celebración de la carrera y de la vida con mucho menos componente de nostalgia del que cupiera sospechar en un evento conmemorativo de esta naturaleza. Porque Ríos recupera, capítulo a capítulo (con la excepción de A tumba abierta), aquel repertorio histórico y excelente de 1982, pero lo reformula en compañía de docenas de artistas de primer nivel que en muchos casos podrían ser sus hijos (y lo son, en términos de creatividad) y en alguno, con el DNI en la mano, encajaría en la condición de nieto. No hay nadie con una capacidad de convocatoria así, legitimado para obtener el sí de cualquier artista hispano imaginable con una sola llamada de teléfono. Es más, nos consta la desesperación de algún cantante bien ilustre, como es el caso del gran Coque Malla, que se tiraba de los dedos tras constatar que su agenda le impediría comparecer por el pabellón madrileño en ninguno de los dos días.

 

Sorprendámonos, pues, de la vigencia de un puñado de canciones inmortales, pero también de aquellas más apegadas a la actualidad discográfica del 82 y que hoy, algo desdibujadas en la memoria, reflotan con un interés indiscutible. Es el caso de las expediciones psicodélicas de Nueva ola, a las que Anni B Sweet se suma con un entusiasmo equiparable al de sus recientes andanzas junto a Los Estanques, o del rock laberíntico de Extraños en el escaparate, con Guille Galván y un Pucho en tesitura atípica dispuestos a reverenciar desde la grandeza de Vetusta Morla a quien les antecedió en el arte de reventar estadios. Y también entusiasman los devaneos arábigos de Al sur de Granada y Al Andalus, esta última con un Javier Ruibal entregado a la causa, aunque la participación de su hija, Lucía Ruibal, en el zapateado tiene un encaje fonográfico más dudoso.

 

Resultan sencillamente adorables las participaciones del correligionario Víctor Manuel en El blues del autobús, canción enorme que en 1982 servía como gran estreno de la gira, y de Santi Balmes y Julián Saldarriaga (Love of Lesbian), que se dejan la piel con una recreación de Santa Lucía en la que ejercen de fans entregados de su anfitrión. Y sorprende, por pura audacia, la inesperadísima irrupción de Javier Bardem como maestro de ceremonias y momentáneo comandante en jefe para ese gran momento del despegue: Bienvenidos. No es ni la mitad de buen cantante que actor, solo faltaba, pero el desparpajo y la entrega del menor de los Bardem deja atónito a cualquiera.

 

Decían cuatro décadas atrás que Rock and Ríos se hizo realidad porque sus artífices no sabían que aquello era imposible. Todos los factores técnicos y logísticos estaban mucho más bajo control hace un año y medio en la capital española, pero este reencuentro con la historia, también con sus imperfecciones y patinazos sobre la escena, se antoja desde ya mismo un documento para la eternidad.

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