A todos nos resulta imposible no asociar el nombre del guitarrista Nels Cline con Wilco, banda en la que milita desde 2004 y que ha contribuido a engrandecer con su imaginación poliédrica, por no hablar de aquel solo para Impossible Germany (de Sky blue sky, 2007) que muchos seguimos ensalzando como el mejor soliloquio guitarrístico que han conocido nuestros oídos desde que mutamos de siglo. Pero la trayectoria del músico angelino, que acaba de celebrar su cumpleaños número 69, era ya colosal antes de la llamada de Jeff Tweedy, y ni siquiera las obligaciones adquiridas con los grandes maestros del rock americano alternativo le han desviado de la mayor de sus pasiones: el jazz.
Esta formulación del Consentrik Quartet, una alianza que llevaba ya algún tiempo pisando los escenarios pero aún no había recalado en el estudio, supone la cuarta entrega de Nels para el sello Blue Note, con la peculiaridad de que sus tres antecesores también eran a su vez diferentes entre sí. Son todos ellos trabajos fabulosos, pero esta coalición con la saxofonista Ingrid Laubrock, el bajista Chris Lightcap y el batería Tom Rainey se vuelve sencillamente fascinante. Entre otras cosas, porque la responsabilidad es paritaria entre los cuatro, las autorías son compartidas, no hay figuras protagónicas ni meros acompañantes y la suma de las cuatro partes acaba convirtiéndose en una explosiva multiplicación.
Los diálogos y juegos de llamada y respuesta entre Cline y Laubrock adquieren condición memorable a lo largo de todo el disco, una obra que recela de la digresión para volverse quintaesencial: nos espera una generosa singladura de casi 70 minutos, pero es curioso comprobar que, en contra de la tradición jazzística, 11 de las 12 piezas aquí condensadas se ciñen a la moderada franja de los cinco o seis minutos de duración, como si el cuarteto indujera al oyente a una atención reconcentrada. El único contraejemplo lo encontramos con los nueve minutos y pico de Satomi, una aventura fascinante que descarga al principio como un rock desaforado y juguetea con las influencias de Zappa y Ornette Coleman, pero también encuentra sitio para un bellísimo pasaje final tan sosegado y lírico que Ingrid nos recuerda por momentos a Jan Garbarek.
Satomi se yergue monumental en la segunda mitad de la entrega, pero antes hemos disfrutado –y mucho– con los arpegios obsesivos, disonantes y alucinógenos de Cline en The returning angel, el aire vagamente aflamencado de Allende o ese prodigio titulado The 23, que surca desde la estridencia a los ecos de la música latina o brasileña. The bag es una batalla enloquecida entre los cuatro que, de tan musculosa, solo podía partir de la pluma del batería Rainey, mientras que el contraejemplo más sentimental lo encontramos con la introducción de Slipping into something, casi una balada de guitarra y bajo hasta que la incorporación de los dos amigos restantes nos agitan a ritmo de funk.
Hay muchísima música en este juego conséntriko a cuatro bandas, y no hablamos solo de minutaje: el álbum es todo él de una densidad a ratos inabarcable, un reto que merece (muchísimo) la pena asumir. En comparación, suponemos que las sesiones en el cuartel general de Wilco en Chicago son para Nels Cline un liviano entretenimiento. Puro pan comido.