Admitámoslo, puesto que tampoco hay nada de malo en ello: todos hemos sido una mijilla rumberos al menos alguna vez en nuestras vidas. En tiempos una confesión así habría sido un poco vergonzante, por aquellos de los prejuicios, los placeres culpables y demás zarandajas análogas, pero ahora se vuelve franca y orgullosa. Y se plasma en la aparición de una antología tan salpimentada y con tanto fundamento sonoro como esta autoproclamada “banda sonora del cine quinqui”, un género con el que encontramos la analogía perfecta al fenómeno que describíamos: nació como un producto underground de orgullo barrial para reivindicar a los superhéroes del lumpen, pero las grandes voces de la sabiduría cinéfila han acabado bendiciéndolo como singular y genuino.

 

Gipsy power se erige ahora como un magnífico manual introductorio, en forma de doble vinilo, a todo este rrollo. Son 25 canciones que ha seleccionado David “el Indio”, ilustrísimo en su condición de batería de Vetusta Morla pero eternamente enamorado de estas crónicas callejeras y suburbiales, de lo chungo y de Los Chunguitos. O de Los Chichos, evidentemente, porque las dos formaciones protagonizaron una suerte de rivalidad a lo Beatles vs. Stones, solo que aquí el cuadrilátero en el que se dirimía el combate no eran las listas oficiales de éxitos, sino los bafles medio reventados que amenizaban en las ferias los garbeos y los coches de choque.

 

Chichos y Chunguitos oficializan su carácter referencial en Gipsy power aportando dos canciones en cada caso. Son los únicos que repiten en un menú al que se suman con legítimo orgullo bandas que hoy asumimos como excelentes y que de aquella se escuchaban de manera poco menos que furtiva: Las Grecas, Los Amaya, Los Chorbos, Los Marismeños. Y los grandes solistas, claro, desde Manzanita a Remedios Amaya, Tony el Gitano, El Luis, Aurora y Antonio o los sublimes Lole y Manuel. No hubo ningún directivo osado o visionario que los programase en las radiofórmulas, pero las aceras desconchadas, las barriadas a medio construir y los descampados limítrofes acabaron abrazando estos himnos desprovistos de oropeles, glamour o alfombra roja, pero legitimados desde la bendición suprema de la autenticidad.

 

El auténtico visionario, el único hombre con corbata que supo comprender la esencia de todo aquel hervidero de las catacumbas, fue el gran José Luis de Carlos. El productor descubrió a Las Grecas, representadas aquí con su impagable Achilipú, y las convirtió en las reinonas de eso que llamaron Gipsy rock, título, por añadidura, de un elepé que figura en todas las antologías de la mejor música curtida en la piel de toro. A renglón seguido llegarían Los Chorbos, cuyo Vuelvo a casa, tercer corte de este recopilatorio audaz y valiente, reinventa la rumba bajo los patrones de la blaxploitation. ¿O es que una película como Shaft, originalmente de 1971, no merecía la proliferación de homólogas cañís?

 

A los gitanos –de sangre o de aspecto– pasaron a llamarles “calorros”, un término que nació con un deje más bien peyorativo y que, como tantos otros epígrafes que pretendían señalar y estigmatizar (“sudaca”, “marica”), acabó siendo asumido por los propios interpelados con el pecho henchido de orgullo. Ahora, por fin, podemos disfrutar de este repertorio chisporroteante y desmadrado sin necesidad de excusarse ante nadie, desde una perspectiva transversal, intergeneracional y desprejuiciada.

 

Cuentan por ahí, y parece una hipótesis perfectamente plausible, que los primeros grandes interesados en descubrir estos tesoros de la España menos aseada y oficialista son la chavalería milenial y de la generación Z, fascinada por un arsenal sonoro moldeado en los suburbios embarrados y aplaudido en los patios de las principales prisiones del país. No, en los largometrajes de Eloy de la Iglesia y, sobre todo, de José Antonio de la Loma no había ni un atisbo de eso que ahora llamamos “postureo”, más allá de que el neologismo aún no figurase en nuestro vocabulario en aquellas postrimerías de los setenta ni en los años de devastación juvenil por culpa de las drogas.

 

A fin de cuentas, la mejor Rosalía fue aquella con la audacia y el arrojo de reinventar Me quedo contigo (de Deprisa, deprisa, grandísima aportación al género de Carlos Saura en 1981) en plena gala de los Goya. Y es que este Gipsy power, en última instancia, aporta un antídoto de extraordinaria eficacia frente a toda esta huera vanidad influencer que nos invade.

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